EGIPTO, LA NACIÓN MAS ANTIGUA DEL MUNDO
Vamos a dirigirnos, complacidos y curiosos, a un país enclavado en el corazón del desierto, en el ángulo nordeste de África; vamos a visitar el territorio de Egipto, la nación más vieja del orbe, que hace cincuenta siglos ejercía su influencia en la cuenca oriental del Mediterráneo. El florecimiento de una de las civilizaciones más antiguas y adelantadas de la historia humana, en un lugar tan poco provisto de ventajas naturales, constituirá para nosotros un misterio hasta conocer el papel del Nilo, río de Egipto al que debe su existencia. Si contemplamos un mapa de esa parte de África veremos que el trazado de las tierras fértiles semeja una flor de loto, de la cual el curso del río constituiría el largo pedúnculo, y el delta la flor propiamente dicha. Todo el resto del terreno, a derecha e izquierda, es dominio del desierto, arenoso en un caso, pétreo en el otro, y en ambos hostil a la vida del hombre, los animales y la vegetación. El crecimiento periódico del río y sus consiguientes inundaciones fueron depositando a lo largo de miles de años capa tras capa de limo fecundante, que tornó eriales en vergeles y echó las bases para que una de las más antiguas agrupaciones humanas creara una civilización admirable. Tal fue el triunfo del Nilo sobre el Sahara, nombre que significa precisamente “el gran desierto”.
El Egipto moderno tiene ciertamente muchas cosas dignas de nuestra admiración: empero, los constantes y magníficos testimonios que a lo largo de todo el país nos hablan de su glorioso pasado hacen que su vida de cinco mil años atrás nos parezca más actual que el momento presente. Asombra pensar que quienes pudieron dar forma a esas colosales construcciones hayan sido dominados hace más de dos mil años por Roma, y antes aun por los persas y por Alejandro. Tan llena está de acontecimientos, y cubre tan extenso período en el tiempo la vida del pueblo de los faraones, que referirla totalmente sería tan agotador como contar los bloques de granito que forman la Gran Pirámide, testigo impasible de su historia. Desde su cima, desgastada por el tiempo y los vientos del desierto de tal manera que hoy un grupo de personas puede reunirse en ella, a más de 135 metros de altura, veremos correr el Nilo, en cuyas aguas la sombra de la pirámide penetra como una cuña, al acercarse el crepúsculo. Es el momento en que Atón, nombre con el que los antiguos egipcios reverenciaron al disco solar, se dispone a abandonar tras las montañas del poniente el mundo de los vivos, para dispensar sus pálidos rayos al mundo subterráneo, donde suponían que moraban las almas de los justos. No es extraño que el Sol y el Nilo hayan sido considerados por aquel devoto pueblo como las mayores fuerzas bienhechoras, y como a tales les haya tributado su culto más ferviente; ambos representaban la vida misma de Egipto, y de ello se tenía nefasta comprobación cuando las crecientes eran escasas: entonces los campos producían poco grano, y el hambre reinaba implacable sobre el pueblo, o cuando se presentaban las aguas con furia, arrollando a su paso compuertas y canales; entonces la semilla era también arrasada, y el resultado igualmente desolador: la cosecha perdida, y el fantasma del hambre y la desolación vagando por campos y ciudades. Durante el tiempo de los buenos faraones, los graneros del rey repartían entre los necesitados el rubio trigo, y las familias quedaban así a cubierto del hambre. Pero en otras épocas, cuando el trono se hallaba en manos de usurpadores despóticos, nadie acudía en socorro de los desgraciados. Todo ello ha sido presenciado por esos gigantescos y mudos testigos que hoy atraen nuestra atención, tanto como ayer provocaron admiración en Heródoto, en Julio César y en Napoleón: las Pirámides.
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