La interesante historia del gran ducado de Luxemburgo
Luxemburgo ha estado sometido en distintas ocasiones al dominio extranjero, ya fuera éste alemán, francés, austriaco u holandés. Reyes españoles han regido sobre sus habitantes. Pero, a través de todas sus vicisitudes, los luxemburgueses han logrado mantener en alto, heroicamente, su divisa: Mir wolle bleiwe wat mir sin, o sea “Queremos seguir siendo lo que somos”. Los romanos fueron quienes primero aprovecharon la excepcional posición estratégica de las alturas luxemburguesas para instalar una fortaleza que consolidó su dominación sobre las Galias. Después de la caída de Roma, el país fue invadido por los francos, y luego integró el imperio de Carlomagno. De esta época data su actual nombre, pues el señorío fue otorgado al conde de Luxemburgo, Conrad, cuya casa se prolongó hasta el siglo xiv; entonces pasó el ducado a los Habsburgo, y después a manos de Felipe II de España. Luego del tratado de los Pirineos, Luis XIV recibió parte del ducado. Los Habsburgo lo poseyeron otra vez, hasta que Napoleón lo restituyó a Francia. El Congreso de Viena le dio su actual categoría de gran ducado y lo puso bajo la custodia de la corona de Holanda. En 1839 quedaron fijados sus actuales límites (tiene poco más de 2.500 kilómetros cuadrados). Luxemburgo integró en el orden económico y aduanero la Confederación de los Pueblos Germánicos, y una guarnición prusiana se alojó en su fortaleza, ante la inquietud de Francia. El tratado de Londres determinó el retiro de dicha fuerza y el desmantelamiento de la fortaleza, llamada el Gibraltar del Norte. Durante las dos guerras mundiales fue invadido por Alemania, y en la segunda, anexado al territorio del Tercer Reich; la gran duquesa Carlota, actual soberana, se retiró a Londres y a Montreal, y retornó luego de la derrota alemana. Sufrió el país graves perjuicios en esta ocasión, pues la última gran ofensiva germana se libró en las Ardenas, región de bosques y landas que es parte de su territorio. Sin embargo, no quedan huellas de días tan tristes; nuestro tren cruza ya tierras luxemburguesas, y por todas partes pueden verse nombres y mujeres dedicados a las labores del campo, de las que vive un tercio de los 300.000 habitantes. Los bosques y los campos de pastoreo pintan de verdes tonos el paisaje. Al llegar a la capital, Luxemburgo, atravesamos un puente sobre el río Alzette, cuyo curso hiende la ciudad y la hermosea con su cambiante cinta de plata. Al conversar con los pobladores, nos llama la atención el particular acento de su lengua, de raíz germánica, pero profundamente influida por el francés: es el letzeburgesh, idioma oficial del Gran Ducado desde 1939. La ciudad de Luxemburgo muestra el encanto del pasado, así como las confortables adquisiciones del progreso: por sus calles, de antiguo trazado y edificación, circulan modernas unidades de transporte colectivo, en las que sobresale la presencia de gran número de estudiantes, ya que Luxemburgo es uno de los países que, proporcional-mente, cuenta con mayor número de casas de estudio secundario y superior; no existen personas iletradas, y el nivel de vida cultural de la población es muy alto. El ejército luxemburgués cuenta con unas dos mil plazas; su existencia fue restablecida después de la última guerra, pues con anterioridad sólo había en Luxemburgo una fuerza policial relativamente poco numerosa.
La gran duquesa Carlota, que reina en el país, pertenece a la familia Nassau; los poderes de la Corona son limitados, pero puede nombrar los 15 miembros del Consejo de Estado que, con la Cámara de Diputados, elegidos por sufragio universal, constituyen el Parlamento luxemburgués. El Consejo tiene facultades para vetar temporariamente las leyes emanadas de la cámara joven, que, por otra parte, es la fuente de poderes del primer ministro y su gabinete.
Luxemburgo forma parte del bloque de unión económica y aduanera conocido con el nombre de Benelux, que integra con Bélgica y Holanda.
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