LOS PEQUEÑOS OBREROS DE LA NATURALEZA
El dominio que ejercen los hombres sobre los animales se lo deben tan sólo a la inmensa superioridad de su inteligencia sobre el instinto del bruto. El hombre puede pensar y tomar resoluciones; recordar lo que hizo ayer y coordinar lo que ha de hacer mañana. Sin embargo, muchas veces, cuando consideramos las cosas que hacen ciertos animales, se nos ocurre pensar si no estarán dotados también de alguna intelección de cierta especie. Los pequeños obreros de que nos habla este capítulo deben poseer un cerebro en algo semejante al nuestro: un principio de intelecto, tal vez. Deben, sin duda alguna, ocupar un lugar mucho más elevado en la escala animal que los peces, y aventajan quizá como obreros a algunos hombres. Trataremos aquí de las habitaciones admirables que construyen, para su alojamiento, a través de los ríos y torrentes, a orillas de los lagos y debajo de la tierra; y, aunque nos consta con entera certeza la realidad de tales construcciones, su descripción real y minuciosa acaso les parezca a algunos lectores casi fabulosa.
Si examináramos una lista en la cual estuvieran enumerados todos los oficios a que se dedica la gente, nos asombraría la naturaleza de algunos, cuya existencia no se nos habría ocurrido jamás sospechar. Pues bien, si del mismo modo estudiamos cómo los pequeños obreros de la Naturaleza se procuran el sustento y construyen sus moradas, nuestra estupefacción será mucho mayor.
Nosotros disponemos del fuego, del gas, de la electricidad, de herramientas y de maquinaria que nos facilitan el trabajo, en tanto que los animales sólo tienen lo que la Naturaleza les da. Pero con esto les basta. Existe un pez a cuyo contacto se recibe una descarga eléctrica tan fuerte como la de cualquier batería. Nosotros tenemos sastres, pero también entre las aves hay sastres que se fabrican ellos mismos el hilo y cosen con sus propios picos. El hombre, para cazar, se vale de escopetas, de palos o de piedras; y hay peces que cazan moscas arrojándoles un chorro de agua que las moja y las hace caer en la boca del cazador.
Otro pez pesca a sus semejantes con la misma astucia que el hombre. Tiene en la cabeza unas pequeñas excrecencias que ondulan en el agua, imitando el cebo de que gustan los peces más pequeños. El pez pescador se deja caer al fondo y se oculta en el fango o entre las algas, cuidando de dejar fuera las mencionadas excrecencias, hasta que los pececillos, atraídos por lo que ellos creen apetitoso manjar, pululan alrededor de él. Entonces el pez grande abre su enorme boca y los devora.
De la misma manera que nosotros conservamos los alimentos para un uso ulterior, los conservan también ciertos mamíferos, aves, peces e insectos. Nosotros edificamos ciudades, y muchos animales construyen madrigueras en la tierra. A los hombres les agrada la belleza y el aseo de sus casas, y lo propio les ocurre a los pájaros y a varios otros animales. Los colibríes adornan sus nidos con líquenes de lindos colores, pero el satinado tilonorrinco construye una especie de salón, parecido a las glorietas que vemos en los jardines, y lo decora con lindas Conchitas y piedras blancas, plumas de brillantes colores, de otras aves, y cuanto encuentra que, a su modo de ver, adorne y hermosee. Y no se crea que es éste su nido; el suyo lo construye en otra parte; esto es sólo un punto de reunión, donde pasa el tiempo con otros compañeros.
Más adelante hablaremos de otras maravillas semejantes. Por ahora, contentémonos con la rápida ojeada que acabamos de echar a algunos de ellos, para que no se crea que los pequeños obreros de que vamos a tratar aquí son los únicos maestros de las artes y habilidades que hay en el mundo animal. Aplazamos para después el estudio de ciertos peces, insectos y aves, y aquí sólo expondremos los hechos de los animales con los que nos hallamos más familiarizados, y de otros que nos son extraños.
El castor nos es a todos conocido de oídas, pero no son muy numerosas las personas que lo han visto. Hállaselo en varias partes de Europa, pero habita principalmente en las regiones septentrionales de América. Abundó un día en la mayor parte de los países del Viejo Mundo, mas lo persiguieron los hombres de un modo tan implacable, que casi llegaron a exterminarlo. Si hemos de decir la verdad, sería peligroso que se multiplicara dicho animal en los países en que acostumbran los hombres vivir junto a los ríos, pues los castores modifican de tal modo el curso de las corrientes al construir sus viviendas, que podrían provocar inundaciones.
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