ACUSACIÓN
PROCEDIMIENTOS ECLESIÁSTICOS DE ACUSACIÓN
En materia de acusaciones deben notarse los capítulos 5°, 7° y 8° de la cuestión VI Causa 3° en la segunda parte del Decreto de Graciano que manda conformar las acusaciones canónicas a las seculares.
En la obra de procedimientos eclesiásticos de los Sres. Gómez Salazar y La Fuente se rebaten las doctrinas de algunos canonistas extranjeros, en especial los alemanes Reiffeustuel y Schmalgrueber que, siguiendo el Derecho romano, restringen demasiado este derecho, de poder ser acusadores a las mujeres, a los soldados, a los magistrados superiores, a los que ya son acusadores en otras dos causas criminales, los familiares, enemigos y necesitados, a los hijos con respecto a los padres, a los discípulos con respecto a sus maestros, a los hermanos con respecto a sus hermanos. Bien es verdad que luego de una plumada deshacen casi toda su teoría, pues dicen con mucha formalidad, que esto no rige cuando se trata de perseguir injuria suya o de los suyos, cuando se trata de crímenes exceptuados, y cuando se trata de utilidad de iglesia, monasterio, o de almilla utilidad pública.
Llámanse delitos exceptuados los de lesa majestad, herejía, simonía, sacrilegio, latrocinio, asesinato, falso testimonio, moneda falsa y defraudación de víveres públicos, censo o rentas públicas.
No vemos, en verdad, motivo para tales restricciones. El derecho de acusar es un derecho natural, y no se debe cohibir a nadie sin justa causa. Todo delito produce alarma, y por tanto, no solamente el que es agraviado directamente puede acusar, sino todo aquel que, alarmado a vista de la impunidad del delito, teme mañana ser víctima de aquel o de otro igual. A la luz de esta observación se ve cuán poco racionales y filosóficas son estas restricciones que no pone expresamente el derecho canónico.
Por derecho canónico debe la acusación ir siempre acompañada de la suscripción o firma del acusador, lo cual no quiere decir que haya de firmar por sí mismo, pues entonces se privaría de este derecho a los que no saben escribir o no pueden por parálisis u otra imposibilidad. Lo que quiere decir es que el acusador tiene obligación de comprometerse a sufrir la pena correspondiente si no prueba la acusación. La decretal de Inocencio III está terminante: sicut accusationem legitima debet proecedere inscriptio y la práctica lo confirma.
La razón del derecho canónico para esto es bien sencilla y corriente. El acusador tiende a privar de su honra, derechos e intereses al acusado: este conato de despojo es un delito. La honra vale tanto o más que el dinero y el que calumnia es ladrón de honra: comete pues un delito en perjuicio del acusado y por tanto merece castigo. El acusador se constituye en actor y queda dicho que al actor toca probar: Actoris est probare, y esto es lo que se llama la pena del talión.
“El talión bien entendido no es otra cosa, según los citados escritores, que la analogía de la pena; y en este sentido, ni está caducado ni puede caducar, mucho más hoy día, que se tiende a mitigar las penas, lo mismo en lo eclesiástico que en lo secular. San Pío V, en su bula Cum primum, dada en 1566, manda que se imponga la pena del talión a los que calumniasen a otro por simonía, blasfemia, sodomía y concubinato. La pena de los sodomitas era el ser quemados vivos; pero esta bárbara pena, que estuvo en vigor en España hasta fines del siglo xvii, hace ya casi dos siglos que cayó en desuso. Asimismo al blasfemo se le taladraba la lengua con un hierro candente. Citase a nuestro Covarrubias y Leiva (D. Diego) entre los que dicen que la pena del talión ha caído en desuso y en efecto ha caído en desuso en cuanto a las bárbaras penas que antes se imponían, pero no en la parte proporcional y de analogía rectamente entendidas.”
En los demás puntos relativos a la acusación, los tribunales eclesiásticos en España se atemperaban a las leyes de Partida y recopiladas y al derecho consuetudinario.
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