FORMACIÓN Y EVOLUCIÓN DE ALEMANIA
“Debemos destruir enteramente a Alemania”, fueron las palabras y miras de Napoleón durante los años de sus luchas en Europa Central, cuyos Estados estuvieron en continua agitación merced a sus tenaces campañas, y así la paz no llegaba a consolidarse nunca. Entablábanse a lo sumo breves armisticios, durante los cuales el emperador procuraba dividir y debilitar los pueblos de habla alemana, que eran fuertes cuando estaban unidos, pero una vez perdida esta unión, fácilmente dominados. Desgraciadamente, por una u otra causa, existían muchas rivalidades y disensiones entre los Estados, y después de la batalla de Austerlitz varios de ellos se juntaron en una federación “protegida” por Francia, y coligada contra Austria y Prusia. Austria perdió sus más hermosas provincias, después de la mencionada batalla; Prusia la mitad de su territorio, después de la de Jena. Cuando la bella y noble reina Luisa de Prusia suplicó a Napoleón que se apiadase de su desgraciado país, recibió por única y total respuesta un mapa de Silesia, la rica provincia ganada a María Teresa por Federico el Grande, arrollado y sujeto con una cadena de oro, de la que pendía un corazón.
Fue un terrible retroceso para la joven nación todavía no consolidada, el ver su ejército destrozado, el propio país ocupado por los soldados franceses y a Napoleón gobernando desde Berlín. Nadie podía oponerse a este conquistador que, infatigable, recorría toda Europa sin tregua ni descanso; hombre que podía dar cinco batallas en cinco días sucesivos, y vencer toda dificultad y obstáculo, hasta el natural que ofrecían a su marcha los nevados Alpes. Cuando Napoleón estaba en el verdadero apogeo de su gloria, entre 1807 y 1809, se podía decir que toda Europa yacía realmente bajo el poder de dos emperadores, es decir, “el hombre de Córcega” y Alejandro, zar de todas las Rusias.
Hemos visto ya cómo cambió su suerte en la desgraciada campaña rusa, oportunidad que no tardó en aprovechar Europa Central, levantándose todo el pueblo alemán contra el odiado yugo, con ansias de borrar la ignominia de sus derrotas y sujeción.
Prusia, particularmente, se mostró deseosa de arrojar a las tropas francesas de su suelo, y el pueblo entero se apresuró a contribuir con su dinero o trabajo, y se alistaba voluntariamente para combatir, pareciéndole que no había nada demasiado grande ni demasiado pequeño si ayudaba a recobrar lo perdido.
El famoso general Blücher, quien más tarde ayudó a Wellington en Waterloo, en una de las primeras batallas de este tiempo, mostró tal arrojo que los soldados dieron en llamarle el mariscal Adelante, pues le seguían arrastrados por su grito atronador de “¡Adelante!”, exacta expresión del espíritu de aquel tiempo. Finalmente, en la “Batalla de las Naciones”, trabada cerca de Leipzig y que duró cuatro días enteros y terribles, Napoleón fue vencido, y Alemania quedó libre de los franceses.
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