ENTRE LOS PICOS NEVADOS DE LOS ALPES
Desde mucho antes de emprender nuestro proyectado viaje familiar a Suiza, estuvimos discutiendo varias cosas relacionadas con él. Consultamos mapas y guías, proyectando excursiones, y tratamos muy detenidamente de la clase de calzado que debíamos llevar, de la ligereza de nuestros impermeables y equipos, forma de sombreros a propósito para resguardarnos del sol y que a la vez resistieran la lluvia, etc. Otros preparativos hicimos para el viaje, tales como los ejercicios cotidianos de gimnasia sueca, para facilitar la respiración, y también pruebas de pedestrismo, a fin de habituarnos a las grandes marchas, para poder luego trepar peñas arriba sin demasiado esfuerzo. Por fin partimos todos convenientemente preparados.
Al día siguiente nos desayunábamos muy alegres en un restaurante de Berna, sin sentir cansancio alguno, no obstante haber pasado la noche viajando a través de los campos de Francia. Nuestro ánimo comenzó a solazarse cuando la inmensa y triste llanura, tan extrañamente bella contemplada a través de la niebla gris de la mañana, dejó ver, al esfumarse, los elevados montes del Jura, hacia el interior de Suiza.
Contemplando los bosques, valles y ríos que íbamos dejando atrás en nuestra marcha vertiginosa y que parecían anunciarnos próximas sorpresas, sentimos que la realización de tan soñado y discutido viaje se desplegaba ante nuestros ojos con todos los encantos de un maravilloso cuadro pintado por un gran artista.
Después de habernos desayunado, salimos a comprar bastones de alpinista, que van provistos de agudas conteras para clavarse en la tierra, y las típicas mochilas que se sujetan a la espalda con tirantes. Desde luego deseábamos emprender la primera excursión a los montes, pero Berna nos retuvo. Son interesantísimas las arcadas de sus tiendas, sus hermosas fuentes, los osos famosísimos que habitan en una cueva limpia y pintoresca, comiendo naranjas, bañándose en su charca y haciendo piruetas en el agua. Nunca habíamos visto puentes tan altos como los tendidos sobre el río Aar, que se desliza en rápida y profunda corriente.
Brilla el sol esplendoroso, y nos otros no tenemos ojos sino para contemplar el espléndido panorama que se descubre desde los puentes,; desde la terraza donde se levanta atrevidamente la Catedral, a más de treinta metros por encima del río, y desde Cansí, una colina próxima, donde almorzamos.
¡Y qué vista! Es el panorama de las montañas lejanas, coronadas desnieve, que parecen abrazarse al cielo, elevándose por encima de otras montañas más pequeñas, como las qué, antes habíamos visto ya, envueltas entre nubes. Contemplados a lo lejos, los picos más altos del Berner Oberland, o país alto de Berna, parecen un grupo de gigantes amenazadores. Distinguimos luego el Jungfrau y los montes que lo circundan, y nos producen tal impresión que nos quedamos mirándolos extasiados, hasta que la nívea blancura de sus cumbres toma un tinte rosáceo, con el beso del sol poniente. Después, sintiéndonos ya fatigados, tomamos el tranvía, para ir a cenar y a buscar luego el descanso en las camas suizas.
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