EL GRANDIOSO PANORAMA DE EGIPTO


Mucho ha progresado el mundo desde la época de los faraones, pero ningún cambio más admirable que aquél que permite al viajero tomar un avión en Buenos Aires, hallarse en Roma unas quince horas más tarde y al día siguiente, si así lo desea, transitar por las ardientes arenas del valle de Tebas, camino al lugar de reposo eterno de los reyes del antiguo Egipto. En cuarenta y ocho horas habremos puesto nuestra planta sobre el suelo de dos imperios, otrora poderosos, y hoy fenecidos; de un día para otro, nos habrá sido posible cobijarnos a la sombra de las columnatas del Foro romano y a la de las monumentales de la sala hipóstila del templo de Amón, en Karnac. En dos días, se diría, hemos retrocedido seis mil años en la historia de la humanidad.

Cuando después de tan rápido viaje llegamos a la capital de Egipto, la antigua ciudad de El Cairo, una impresión extraña se adentra en nosotros; quien no haya visitado nunca una ciudad oriental, no ha visto lugar semejante a El Cairo. El color de esta ciudad es algo que no se olvida jamás, y que solamente podrá volver a encontrarse en Calcuta o en Argel: los centenares de millares de seres humanos, imperturbables y enigmáticos, que transitan por sus calles y sus callejuelas envueltos en amplias túnicas blancas, rojas, amarillas, verdes, anaranjadas, azules, lisas, rayadas, en fin, una tal variedad que se diría que contemplamos las manchas de colores de una gigantesca paleta de pintor en movimiento; el calor difundido por un sol implacable, que reina absoluto y tiránico en toda la ciudad, y más aun en el desierto próximo; y, a más de quince kilómetros de distancia, el panorama único, exclusivo de El Cairo, tal vez el que atrae a mayor número de turistas de todo el mundo: las pirámides. No olvidaremos jamás la solemnidad del espectáculo de las grandes pirámides contempladas desde las afueras de El Cairo, bajo el sol rutilante del mediodía, mientras los halcones hienden la inmensidad del espacio azul, límpido, sin una sola nube. Se diría que las pirámides y los halcones quieren traernos un mensaje del Egipto maravilloso de hace seis mil años; tal la eterna permanencia del paisaje egipcio, que hoy, desde el mismo punto y a idéntica hora, vemos el panorama que pudieron haber contemplado Thutmés el Grande, Tut-Ankh-Amón, o el errante y aventurero Sinhué. Y casi nos extrañamos de no verlos, cual si contempláramos un escenario vacío. Mucho ha variado la vida del Egipto moderno, sobre todo en los últimos diez años; empero, aún nos es posible encontrar los i típicos arados tirados por bueyes, en los pueblitos apartados; o las Caravanas de mulos y jumentos transportando humildes enseres; o ver al harapiento mendigo extender su mano hacia el transeúnte, mientras repite por milésima vez su prédica plañidera. Sólo extrañará la ausencia del velo en las mujeres, pues la moda occidental ha invadido aquel recóndito país, y las damas ya no están obligadas a ocultar su rostro.