Los faraones que yacen en las profundidades de las montañas


Tebas está a sus pies. Enterrada bajo chozas de barro y las arenas del desierto, el trabajo de centenares de palas, el camino formado por los camellos cargados de tierra, el incesante afán de un ejército de exploradores, que desentierran la histórica ciudad,, llega a él como un eco, de la que antiguamente fue capital de un imperio. Ante él se levantan las imponentes columnas de Luxor, desde las, cuales, hace tres mil años, una avenida de esfinges de unos dos kilómetros de longitud conducía al templo de Karnak. Con un movimiento de admiración cierra el libro que le sirve de guía y fija su asombrada mirada en los majestuosos restos de un imperio que fue grande antes que naciesen Grecia y Roma. Poco es que este atrio mida 120 metros de longitud, que cada una de esas columnas pese centenares de toneladas; lo que más dice al alma es la historia de las grandezas y poderío que recuerda este extraordinario paraje. Aquí estuvo el trono de Ramsés; aquí posó sus huellas Alejandro; este lugar fue el corazón del mundo en una edad de la que casi no podemos formarnos idea; estas piedras que se levantaban hasta el cielo fueron colocadas por los mayores constructores que ha visto el mundo, millares de años antes de que se pensase en levantar las moles de piedra de cualquiera de nuestras iglesias de América.

¿Quién será capaz de describir la gloria de los sepulcros de los reyes?