La oscuridad interior de la gran pirámide
El Cairo ocupa una superficie de veintidós kilómetros cuadrados, y por entre la ciudad corre el Nilo, en cuyo curso superior, a unos mil kilómetros, se halla la presa de Asuán, de dos kilómetros de longitud con un fondo de quince metros de espesor, otros quince metros de altura y una cubierta de seis metros de grueso; pues bien, este depósito, que basta para regar el desierto de Egipto, no contiene más que la cuarta parte de la cantidad de piedra que se acumula en la Gran Pirámide.
Es indescriptible el sentimiento que induce al viajero a trepar por estas enormes gradas, para lo cual, además de la ayuda dé dos o tres hombres, se necesita invertir varias horas; es mucho más fácil que se persuada a penetrar dentro de ella; pero, ciertamente, el que entra una vez no tiene ganas de repetir la visita. Un agujero pequeño, que mira exactamente al polo Norte, conduce a un pasillo largo, bajo, en descenso. En este tenebroso lugar, el turista se ve obligado a andar a gatas, a subir resbaladuras pendientes, a caminar por estrechos bordes; y a todo esto, sin dejar de pasar de cuando en cuando por otros agujeros que contribuyen a hacer casi insoportable la oscuridad y rareza del paraje.
Al fin, con un suspiro de alivio infinito, llega el turista al reducido aposento situado en el corazón de la Gran Pirámide, en donde se encuentra con la tumba del constructor en el centro del Suelo y con millones de toneladas dé piedra encima de su cabeza... Con tan enorme cantidad de piedra, si no mienten los cálculos, habría para construir con ellas millares de millares de kilómetros de galerías como esas que acaban de recorrerse y más de tres mil aposentos como el qué está admirando.
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