Los maravillosos sepulcros que nos hacen olvidar las pirámides


Cruzando el Nilo desde Luxor, a una hora de camino en el desierto, se descubre el valle de los sepulcros. Durante horas? quizás durante días, puede pasar montado en camello el turista sin verse obligado a emplear dos veces el mismo camino. En lo profundo, en el corazón de estas montañas, en espaciosos aposentos, dignos de ser moradas de reyes vivos, yacen los faraones egipcios.

Imaginémonos el más imponente palacio en el lugar en que yacen los restos de un rey o de uno de esos hombres inmortales: los de Livingstone, en el corazón de su África; los de Khufu, en la terrible soledad de su gran pirámide; los de Mahoma, en Medina; los de Napoleón, en el Panteón de París; los de Washington, en su ciudad natal; los de San Martín, en la Catedral de Buenos Aires.

Pues bien, ninguno de estos sepulcros de los inmortales que acabamos de mencionar, puede compararse con los sepulcros dé los reyes de Egipto, ni por lo imponente y abrumador del paraje, ni por el gran silencio que los rodea, ni por las ideas de poesía, música, terror, oración, energía o admiración que sean capaces de despertar en el alma, conmoviendo los sentidos y la imaginación, con su sugestión de grandeza e historia.

A centenares ] de pies en el interior de las montabas, entre aposentos abiertos en la roca viva, entre muros llenos de esculturas, que relatan la historia de su vida, y tan ricos en colorido como si acabasen de pintarse el día anterior, Ahienhotep II yace en su tumba de la misma manera que lo colocaron en ella hace más de tres mil años. En un aposento más pequeño, entre el polvo del suelo, yace una hermosa mujer que posiblemente jugó con el príncipe en el palacio real mil quinientos años antes del nacimiento de Cristo. Al verla con la hermosa cabellera negra sobre sus hombros, conservada con tanta perfección, olvidando que han pasado tantos años, la creemos dormida y a punto de despertar.

En los últimos tiempos del gran Egipto, cuna de guerreros y de sabios, fue fundada en Alejandría, por los Tolomeos, la célebre biblioteca que pereció devorada por un incendio, y las escuelas a que acudía la juventud estudiosa de todo el mundo. Un Tolomeo ordenó erigir el inmenso faro que señalaba la ruta a las naves y que era contado entre las maravillas del mundo, y el mismo rey mandó traducir al griego el Antiguo Testamento, legándonos así la famosa versión -llamada de los 70- juntamente con una historia de Egipto escrita por Manetón en aquellos días de esplendor y de gloria.

El turista se ha de servir del tren para ir a Luxor; si a su regreso toma un vaporcito en dirección a Asuán, puede contemplar la gran presa del Nilo, después de lo cual, volviendo Nilo abajo, regresa a El Cairo, contemplando a su paso el Egipto de hoy. Aquí, en estas orillas, se ven las chozas de barro que habitan los actuales egipcios; más allá, los templos arruinados de las épocas pasadas. Es el paraje de los contrastes.

Nunca, en tan corto espacio de tiempo, podríamos hallar tantos cambios, tan variadas escenas, tan múltiples aspectos de la vida, tan numerosos tipos de pobladores; y tan interminables transformaciones de las cosas humanas y naturales; verdadero cinematógrafo que muestra como en una pantalla, en una sola hora, toda especie de vida de todas las partes del mundo y de todas las épocas de la historia.