LOS INVENTORES DE LA IMPRENTA
La perfección con que se imprime en nuestros días es una prueba más del adelanto del mundo contemporáneo si lo comparamos con aquellos
tiempos en que los hombres carecían de imprenta y los pocos libros que existían eran escritos a mano. Asombra, sin embargo, la facilidad con que en la antigüedad, a despecho de los medios rudimentarios de distribución, se difundían los conocimientos por todo el mundo, y sorprende aun más el interés que el estudio despertaba cuando era tan difícil dedicarse a él. En la Edad Media, monjes y menestrales, alquimistas y filósofos, consagrábanse al trabajo intelectual, rivalizando en el perfeccionamiento de sus artes.
Podría tal vez creerse que un hombre rico tendría a gala el ser inteligente y culto, pero en aquellos días el hombre rico era de ordinario muy ignorante. Lejos de aplicarse en la lectura, consideraba el leer y el escribir una ocupación demasiado baja para él. Había gentes que sabían escribir y que podían enseñarle tan provechoso arte; pero el poderoso acomodado y de aquellos tiempos no se hubiera avenido jamás a rebajarse hasta este punto. Hallaba mercenarios que escribían por él entre los pasantes y los frailes pobres. Ni siquiera sabía firmar. Escribir su nombre era como ponerse la armadura, algo que pagaba a un vasallo, para que lo hiciese por él. Poco a poco los tiempos fueron progresando; los deseos de instruirse iban haciéndose cada vez mayores entre la gente poderosa, pero los medios de que se disponía no bastaban. Los libros de toda Europa no sobrepasaban a los que llenan hoy una de nuestras grandes bibliotecas. Cada libro necesitaba quizás años para su confección, pero el placer que en la labor más trivial encontraba hasta el artífice modesto hizo que, aun siendo tan escasa la producción sus resultados no hayan podido ser superados, desde el punto de vista artístico, en los siglos posteriores. El progreso moderno no sabría producir uno de aquellos misales miniados, que alcanzan hoy precios fabulosos. Existían unas cuantas copias escritas de los libros compuestos por los grandes escritores de Roma y Grecia, cuyo precio elevado era fijado por los pocos que los conocían y les tenían cariño. Así sabemos que un hombre, para poder comprar una casa de campo cerca de Florencia, vendió el ejemplar de un famoso libro que poseía, y aquel que lo compró tuvo que vender a su vez una heredad para poderlo pagar. Los deseos de poseer libros iban aumentando, pero los medios para producirlos con más rapidez no guardaban relación con la demanda. En aquel entonces vino al mundo en la ciudad de Maguncia, Alemania, hacia el año 1400, el inventor de los tipos movibles para la imprenta, llamado Juan Gutenberg.
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