ROMA, LA CIUDAD ETERNA
En verdad, Roma es «la Ciudad Eterna», como con toda justicia se la ha llamado. En ella se funden el pasado, el presente y el porvenir en una maravillosa síntesis de belleza y magnificencia, de gracia y humildad. Junto a las imponentes ruinas de la Roma imperial, que ejercen sobre el turista la atracción extraña y solemne de la tumba de un gran hombre, se yerguen edificios de concepción ultramoderna; al lado mismo de construcciones que se alzaron hace dos o tres centurias, y que aún son habitables, hállanse los monobloques de los barrios nuevos trazados en la Roma de la tercera y cuarta década de nuestro siglo.
No puede darse un paso por las calles romanas sin pisar suelo histórico; la ciudad que llevó sus legiones a conquistar el mundo, la Roma de los Cesares, diríase que palpita aún bajo el pavimento de las modernas autopistas; y aquí y allá, venciendo la lápida que el tiempo ha colocado sobre ella, surge de las entrañas de la tierra un testimonio marmóreo, que la veneración de los romanos contemporáneos ha conservado intacto.
Pisando el suelo de Roma, sentimos a César tan próximo a nosotros que nos parece imposible que entre su mundo y el nuestro hayan transcurrido dos mil años: las mismas losas que hollaron sus sandalias reciben hoy el contacto de las suelas de nuestro calzado; el sitio donde cayó, asesinado por Bruto y los conjurados, está a nuestra vista casi tal cual era en aquel trágico momento. Desde la única estatua auténtica de César, que existe en el Capitolio, podemos partir para nuestro paseo por el Foro y leer allí la arenga de Marco Antonio ante el cadáver de aquél, en el mismo lugar donde él la pronunció.
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