Hombres que incitaron al pueblo a hacer la Guerra Santa


Aun antes que llegasen las cosas a tal extremo nunca faltaron hombres para quienes era sumamente vergonzoso el hecho de que la tierra en que Jesús había vivido estuviese en manos de infieles; con todo, mientras los musulmanes no trataron con dureza a los cristianos y les permitieron hacer en paz sus peregrinaciones, no intentaron las naciones de Occidente entrar en guerra con ellos, precisamente para auxiliar al emperador de Bizancio en la reconquista de los territorios perdidos. Mas, a la sazón, las cosas habían cambiado notablemente.

El primero que trató de persuadir a los pueblos de la cristiandad a que se uniesen, con el fin de restaurar el dominio cristiano en Tierra Santa, fue el gran pontífice Gregorio VII. Fracasaron sus gestiones, pero tras él ocupó el solio pontificio Urbano II, que ardía en un celo extraordinario, por la santa causa, y tuvo como auxiliar poderosísimo a un elocuente y fervoroso predicador, llamado Pedro el Ermitaño, quien con sus propios ojos fue testigo de las crueldades que cometían los turcos con los cristianos. Cuando, de regreso de Palestina, se presentó al Papa, y enardecido le explicó lo que había visto, Urbano le ordenó que fuese a predicar todas aquellas cosas por el mundo. Visitó, pues, las grandes ciudades, caballero en un asno, llevando ante él un gran crucifijo, y sus predicaciones conmovieron el corazón de cuantos lo oyeron. Reuníanse inmensas muchedumbres para escuchar sus ardorosas palabras, y, cuando les dijo que podrían hacer una grande obra por Jesucristo, marchando a rescatar su sepulcro de manos de los infieles, y que con ello alcanzarían el perdón de sus pecados y la salvación eterna, se produjo en las turbas un arrebato de entusiasmo. Entonces congregó Urbano un gran concilio de obispos, príncipes y nobles, en donde todos ellos pusiesen fin a sus diferencias, y a la vez estudiasen el medio de rescatar del poder de los turcos los Santos Lugares. La muchedumbre que se reunió en Clermont, en donde había de celebrarse el concilio, fue inmensa. Pusiéronse primero de acuerdo los príncipes, y luego salió el Papa y predicó a las masas, exhortándolas a que tomasen la Cruz y se alistaran para la Guerra Santa. Apenas hubo terminado, un grito escapado de todos los pechos atronó el espacio: «¡Dios lo quiere!» «¡Dios lo quiere!» Muchos nobles y caballeros solicitaron ser admitidos en el ejército cristiano que se reunía para conquistar el Santo Sepulcro, bajo el mando de Raimundo, el gran conde de Tolosa; pero antes que estuviese reunido el ejército, para lo cual se necesitaba no poca preparación, los impacientes, que constituían una legión formidable, pidieron a gritos que Pedro el Ermitaño los condujera sin más tardanza a luchar con los infieles; y puesto que al frente de tan singular hueste era preciso que fuese no sólo un ermitaño, sino también un militar, proclamaron jefe a un caballero llamado Gualterio Sin Haber.

Partieron los Cruzados, no como un ejército, sino como una muchedumbre indisciplinada, ignorante, que marchaba sin orden ni concierto, convencida de que, puesto que iba a Tierra Santa, podía hacer en el camino cuanto se le antojase. En efecto, por doquiera que pasaban hicieron tanto daño que los pueblos se levantaron contra ellos, llevados del natural sentimiento de legítima defensa, y el resultado fue que de aquella enorme turba sólo la décima parte llegó al Asia y en tan malas condiciones, que, sin gran dificultad, fueron los expedicionarios completamente vencidos por los sarracenos, a excepción de unos pocos, entre ellos Pedro el Ermitaño, que lograron escapar a Bizancio (nombre que también se daba a Constantinopla). Mientras tanto, el ejército que habían reunido los príncipes y los nobles marchaba en muy diferentes condiciones. Habíanse alistado en él muchos guerreros de fama: Raimundo de Tolosa, noble varón cuyo poder era mayor que el de muchos reyes; Tancredo, flor de la caballería, cuyas hazañas cantó más tarde el célebre poeta italiano Tasso; Godofredo de Bouillon, el más noble de todos, con sus hermanos Balduino y Eustaquio de Boloña; Bohemundo de Tarento, caballero normando, cuyo padre, Roberto Guiscardo, había fundado un reino en el sur de Italia; Roberto, duque de Normandía, primogénito de Guillermo el Conquistador, cuyo hermano, Guillermo Rufo, era rey de Inglaterra. A fin de disponer de dinero para equipar sus tropas, Roberto empeñó su ducado y lo dio en prenda a su hermano, recibiendo por él una fuerte suma en metálico.

Para pasar al Asia, el ejército tenía que atravesar territorios del Imperio Bizantino, cuyo emperador mandaba en Constantinopla; y aunque éste veía con malos ojos la marcha de aquellas huestes, cuyo propósito no era devolverle las tierras por él perdidas, sino arrojar de ellas a los turcos y fundar allí un nuevo reino cristiano, se alegró cuando supo que, por fin, habían atravesado el Bósforo y pisaban el suelo de Asia. Mucho tenían que andar todavía y muchas y terribles batallas librarían con los turcos, antes que llegasen a Jerusalén.