FRANCIA DURANTE LA REVOLUCIÓN


Uno de los monumentos que más desean visitar los turistas que por primera vez llegan a París, no se halla precisamente dentro de la ciudad, sino en las afueras, a unos dieciocho kilómetros hacia el Sudoeste. Porque, si bien es verdad que la capital de Francia está llena de suntuosos edificios, palacios, museos e iglesias, nada hay en tan hermosa ciudad que se iguale al magnífico palacio de Versalles, edificado, agrandado y conservado, a costa de enormes gastos, por Luis XIV, el Rey Sol, que reinó toda una época; por su nieto Luis XV, y por Luis XVI, el infortunado monarca juzgado y guillotinado por la Revolución.

Imaginémonos estar dentro de ese bello palacio, después de un breve viaje de dieciocho kilómetros, y encaminemos nuestros pasos a la sala llamada del Ojo de Buey, nombre que recibió a causa de la forma de su gran ventana ovalada.

En esta hermosa sala de bellos dorados y espléndidos cuadros, pasaban horas enteras los cortesanos de Luis XV, contemplando ociosos y llenos de vanidad cómo su rey se levantaba del lecho y vestía sus ricos y pomposos trajes; y justamente al lado de la sala está el cuarto en que aquél se acostó para no levantarse más. A la hora de su muerte, rodeábanle los cortesanos, esperando recoger su último suspiro, cuando de repente se oyeron murmullos y pasos precipitados por los salones contiguos y los patios del palacio: eran los demás cortesanos que se dirigían presurosos a las distantes habitaciones del nieto del rey -desde aquel momento Luis XVI- y de su esposa la reina María Antonieta. Un testigo de vista escribe que, llenos de espanto, los jóvenes esposos cayeron de rodillas y, derramando abundantes lágrimas, exclamaron: “¡Dios mío! ¡guíanos, protégenos...! Somos demasiado jóvenes para reinar”. Luis tenía sólo veinte años, y tanto él como su joven esposa de nada se habían cuidado sino de divertirse, como hacían todos los que los rodeaban, sin inquietarse lo más mínimo por la desgracia del pueblo, que había caído en un estado de pobreza y de miseria, pocas veces igualado en la historia de la humanidad.

Nosotros, que vivimos otras épocas, es difícil que nos hagamos cargo de aquella tan extrema miseria: miles y miles de criaturas, bajo la más crasa ignorancia, yacían en completo abandono. Se les forzaba a trabajar para sus señores, sin salario alguno, y no obtenían reparación de ninguna clase, cuando, yendo de caza, atravesaban los señores las miserables parcelas de terreno que constituían toda su riqueza, y estropeaban la cosecha. Si algún desgraciado se atrevía a quejarse de las injusticias que contra ellos se cometían, a latigazos lo reducían al silencio y, de no ser esto bastante, lo encerraban en un calabozo, sin la menor compasión. Abundan las terribles historias que ponen de manifiesto la maldad de aquellos días; historias de mujeres y niños hallados muertos en el campo, teniendo todavía en la boca el puñado de hierba que tomaban por alimento.

Al principio de su reinado, Luis XVI tuvo sabios ministros que procuraron poner orden en la hacienda pública y distribuir equitativamente los impuestos, de modo que recayesen especialmente sobre quienes mejor podían pagarlos. No era la reina amiga de economías, y, por otra parte, los nobles se indignaron al ver que había alguien (aunque fuera el mismo rey) que no viera con buenos ojos el uso de sus antiguos derechos -derechos que para el pueblo se convertían en perjuicios-. Ante semejante indignación, el tímido Luis abandonó sus buenas intenciones. Mientras tanto, se oía cada vez más próximo el ruido de la tempestad, que de largo tiempo rugía amenazadora.