EL ARTE DEL HOMBRE DE LAS CAVERNAS
Una luminosa mañana de otoño, Marcelino de Sautuola, natural de Santillana del Mar, pueblecito de la provincia de Santander (España), salió con una de sus hijas y sus perros hacia los valles de las vecinas montañas, donde, entre matorrales y guijarros, abundaba la caza.
Apenas llegados al lugar, la niña empezó a corretear por los alrededores, cuando uno de los perros, persiguiendo una presa, se introdujo en una grieta de la montaña, disimulada por los escombros de un derrumbamiento. Atraída por la curiosidad, la niña siguió al perro y, con gran asombro, descubrió que la grieta comunicaba con un largo corredor, en cuyas paredes y techo vio dibujos de vivos colores. La gran imaginación de que estaba dotada le hizo guardar para sí el secreto, pues le recordaba los cuentos de grutas encantadas que había leído. Después de varios días, el entusiasmo del maravilloso hallazgo se impuso a la voluntad de la niña, que en rueda de familiares comentó su secreto relatando, con lujo de detalles, los dibujos que había observado en la galería.
Sautuola, queriendo comprobar la veracidad de lo que afirmaba su hija, se encaminó de nuevo al lugar llevándola consigo para que le indicara cuál de ellas había visitado. Al verificar que no había exageración en el relato, no pudo, de momento, explicarse tal maravilla, mas el hallazgo posterior de armas y cacharros en el suelo de otras galerías le hizo comprender que se encontraba frente a la industria y al arte de unos hombres primitivos, que probablemente habían vivido en el lugar muchos siglos antes de que España se hubiera organizado en una gran nación, y les atribuyó una antigüedad de miles y miles de años. Cuando habló del descubrimiento y publicó sus conclusiones, los científicos se mofaron de él, acusándolo de ser el autor de un lamentable fraude. Sólo un profesor de la Universidad de Madrid, don Juan de Vilona y Piera, dio crédito a la descripción que hizo de los dibujos de la cueva, por lo que él también fue objeto de burlas y censuras, hasta que el encuentro en otras regiones de cuevas similares a la de Altamira, con objetos de procedencia prehistórica, vino a darles la razón. Este extraordinario hallazgo, fruto de la natural curiosidad de una niña, abrió nuevos horizontes en las investigaciones que se venían realizando sobre el grado de desarrollo cultural de los hombres primitivos, cuya antigüedad la ciencia había fijado en más de 30.000 años antes de Cristo.
Es lógico que las necesidades de la vida diaria y los fenómenos de la Naturaleza fueran avivando cada vez más la inteligencia del hombre primitivo, que tuvo que resolver cada uno de los problemas que se le presentaban, tales como la hostilidad del medio en que vivía o las dificultades para procurarse el alimento diario. Las primeras las resolvió con la vivienda, y las del alimento con un largo proceso que va desde la simple recolección de frutos que la Naturaleza brinda espontáneamente hasta la agricultura, pasando previamente por la etapa de la caza y la pesca. Una vez resueltos tales problemas, el hombre primitivo debió pensar cómo embellecer los actos del cotidiano vivir, y así surgieron las primeras manifestaciones del arte, realizadas ya para ponerse en contacto con la divinidad y merecer su protección, ya sólo para satisfacer su propio deleite.
Los restos que han quedado de ese lejano pasado son elementos necesarios que debemos tener en cuenta para formarnos una idea de cómo eran esos hombres primitivos y de cómo vivían. Cuando el hombre aprendió a escribir, pudo relatarnos su vida, sus luchas y sus ideales; pero si queremos saber algo de tiempos más remotos, tenemos que averiguarlo basándonos en lo que ha quedado de su cultura. Por eso el arte interesa tanto y resulta tan valioso para desentrañar la historia de un pueblo.
El largo período cuyo estudio se hace basándose en restos de las culturas primitivas se llama prehistoria, para diferenciarlo de la historia propiamente dicha, que se fundamenta en documentos escritos, y de la protohistoria, puente entre ambas, cuyos datos dan las leyendas y tradiciones transmitidas de padres a hijos.
La prehistoria se divide en dos grandes edades; la de la piedra y la de los metales. La primera se subdivide en dos períodos: el paleolítico o edad de la piedra tallada y el neolítico o edad de la piedra pulida; la de los metales se subdivide, a su vez, en edad del bronce y edad del hierro.
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