LA FABRICACIÓN DEL HIERRO Y DEL ACERO


Muchas personas no se hacen cargo de que no siempre existieron edificios como los que ahora vemos alrededor de nosotros, ni puentes de hierro como los que en el día de hoy cruzan nuestros ríos. Nadie, hace algunos años, se hubiera figurado que llegarían a construirse acorazados y cañones tan potentes como los actuales; y nuestros transatlánticos resultan gigantescos, si se los compara a los barcos de otros tiempos. Asimismo la maquinaria que se emplea en la actualidad, los rieles y vehículos de acero, y muchísimas otras cosas hechas de hierro o de acero, son más grandes y más perfeccionadas que las que se usaban recientemente. Todo eso es debido a los adelantos realizados en la fabricación del hierro y del acero.

El hierro y el acero son ahora, según sabemos, metales de los más abundantes y baratos que existen. Pero no fue siempre así. El oro, la plata y el cobre eran empleados por los pueblos de la antigüedad mucho antes de que se conociera el hierro, lo cual no parecerá extraño si se tiene presente que este último metal no se halla nunca en el estado nativo, o sea bajo la forma metálica pura, como se hallan los primeros.

Un hombre podría pasarse la vida entera excavando la tierra sin hallar nunca una partícula de hierro. Éste, en efecto, se halla siempre en combinación con algún otro elemento, y ha de reducirse o separarse de él para que podamos utilizarlo. Ahora bien, los griegos habían descubierto la manera de efectuar la reducción del mineral de hierro, y la enseñaron, sin duda, a los romanos. También los antiguos pobladores de Gran Bretaña conocían un medio para producir el hierro, pues cuando los romanos conquistaron a Inglaterra descubrieron unas fundiciones de hierro en el bosque de Dean. Claro está que los procedimientos que emplearon los antiguos eran toscos y primitivos, si se los compara con los de hoy. Sabido es que para reducir el mineral y convertirlo en hierro metálico debe colocárselo en un horno que contenga combustible y por el que circule el aire con fuerza suficiente para elevar la temperatura hasta que se funda el mineral. Los griegos y los romanos lo calentaban hasta el punto de fusión en un horno que venía a ser un foso rodeado por paredes de arcilla, cuya altura solía alcanzar unos treinta centímetros. El combustible empleado en esos hornos era el carbón de leña. Se acumulaban en el horno el mineral y el carbón, formando capas alternadas, hasta que el hoyo estaba completamente lleno, y añadíase por encima una capa de carbón de leña. El aire era insuflado mediante un fuelle rudimentario, hecho de pieles cosidas. Después de unas cuantas horas de caldeo, se hallaban acumuladas en el fondo del horno las cenizas y el mineral fundido. Siendo la ceniza más ligera, se reunía encima de la masa, de donde la retiraba luego el fundidor para separar el hierro metálico. El hierro obtenido de ese modo era de muy buena calidad, pero los grandes montones de cenizas que dejaron los romanos en el condado de York demuestran que se desperdiciaba inútilmente muchísimo material aprovechable. Era tal la cantidad de hierro contenido en esos residuos, que sirvieron para suministrar mineral a veinte hornos funcionando sin cesar por espacio de cerca de tres siglos. Pero con todo y ser rudimentarios, aquellos procedimientos encerraban los principios esenciales en que se funda la reducción del hierro. El año 1624, unos cuantos ingleses establecidos en la colonia de Jamestown construyeron hornos a orillas del Falling Creek y produjeron el primer hierro fabricado en el continente americano. Éste fue, pues, el origen de la industria metalúrgica en América, la cual se implantó después en los estados de Massachusetts y Connecticut. No tardó en seguir su ejemplo el de Rhode Island, pues en todos los estados del Este abundaba el mineral de hierro. Los hornos, en aquel tiempo, se construían cerca de los yacimientos de mineral y de los bosques que suministraban el combustible necesario; y pronto fue esa región el centro de la industria del hierro en el Nuevo Mundo.

El carbón de leña, según ya dijimos, era el único combustible empleado por aquel entonces. Los ingleses, sin embargo, se alarmaron ante la rápida destrucción de los bosques que había en el país, planteándose el problema de lo que había de suceder cuando la leña se hubiese agotado. Viéronse obligados a buscar alguna otra cosa que sustituyera al carbón de leña. Se propuso la hulla, pero la idea fue desechada, pues nadie se figuraba que pudiese ser utilizada para calentar los hornos con resultados satisfactorios. Habíase intentado ya emplearla para la fundición del hierro, aunque sin éxito alguno, porque se desconocían los principios fundamentales del procedimiento. Sabemos ahora que el fracaso debe atribuirse a que la hulla era demasiado blanda para soportar el peso del mineral de hierro acumulado encima de ella. Por efecto de ese peso, el carbón quedaba tan apretado, que el aire no podía penetrar en la masa, lo cual impedía que la combustión fuese bastante activa para producir la temperatura necesaria. Se observó, sin embargo, que en el transcurso del proceso una gran parte de la hulla se carbonizaba, quedando convertida en coque. Este coque era capaz de aguantar el peso del mineral sin quedar, como la hulla, apelmazado. Desde aquel preciso momento se empezó a emplear el coque, y sigue empleándose universalmente, como único combustible para fundir el hierro en los altos hornos.

Pero en el norte de América el problema no se presentó, desde luego, en la misma forma. Los bosques eran muy extensos y rendían abundancia de leña para hacer carbón. Tanto abundaba ese carbón de leña, que siguió empleándoselo por espacio de cincuenta años, después que los ingleses hubieron empezado a valerse de la hulla; y el producto de los hornos alimentados con carbón de leña era tan superior al de los hornos de hulla, que los americanos lo exportaban a Gran Bretaña en grandes cantidades. Llegó el día, no obstante, en que el problema de la leña hubo de ser planteado en América, como antes lo había sido en Europa. Por suerte, en aquel mismo período se descubrieron en el Nuevo Mundo yacimientos de hulla y se estudió la manera de convertirla en coque para satisfacer las necesidades crecientes de la industria metalúrgica.

Los primeros ensayos se verificaron en 1819 y repitiéronse en 1841 sin que el éxito alcanzado justificase la adopción definitiva del procedimiento. Para fomentar los experimentos, el Instituto Franklin, de Pensilvania, ofreció en 1835 un premio, consistente en una medalla de oro, al que fabricase durante el año, en Estados Unidos, la mayor cantidad de hierro sin emplear para fundir el mineral otro combustible que el carbón bituminoso. La historia de la fabricación del coque consiste en una serie de ensayos y fracasos repetidos, no llegando a ser adoptado generalmente como combustible hasta 1880.