HISTORIA DEL PARAGUAS
El paraguas, como simple variante del quitasol, ha sido conocido desde tiempos muy remotos; hallárnoslo representado en vasos y pinturas orientales, griegas y etruscas, con tal profusión, que nos induce a creer que su uso era muy frecuente. En los grandes museos pueden verse relieves, como el de un rey de Asiria que llevaba sus soldados al combate protegido por un quitasol, 700 años antes de Jesucristo.
De Grecia y Roma se introdujo el paraguas en algunos otros países. Los árabes afianzaron su uso en España. Los persas lo asimilaron a su civilización, convirtiéndolo poco a poco en objeto de una industria, en la que el paraguas, perdiendo la forma primitiva del quitasol que le dio origen, fue causa remota de la introducción de este artefacto en Europa, tal como hoy lo conocemos.
Pero habían de pasar muchos años antes de que esto sucediera; a mediados del siglo xvi, en la mayor parte de las naciones europeas era enteramente desconocido.
Cuéntase que el primer hombre que se paseó por las calles de Londres con paraguas recibió tan mal trato de los habitantes de esa capital, que bien merece consignarse aquí su nombre. Llamábase Jonás Hanway; había nacido en 1712, y durante su juventud viajó, con fines comerciales, por Persia, Rusia y otros varios países, en muchos de los cuales corrieron serios peligros sus mercancías y su villa; pero él no se asustaba por nada. Habiendo observado cuan inapreciables servicios prestaba a los hombres el paraguas en aquellas regiones, resolvió utilizarlo en Inglaterra como medio de protección contra las inclemencias del tiempo; y así, cuando ya contaba treinta y ocho años de edad, abrió el primer paraguas usado por hombre alguno en calles de Londres. Antes de que naciera él, las mujeres usaban ya sombrilla para protegerse del sol; pero hasta entonces se la había considerado como una prenda del exclusivo uso de las damas, por eso se burlaron de Hanway los londinenses al verlo por vez primera con el paraguas. Era ridículo, decían, que usase un hombre una prenda de mujer. Y, mientras las personas más graves se contentaban con reírse de él a mandíbula batiente, los muchachos le arrojaban tronchos de coles, zanahorias, huevos podridos y otros proyectiles por el estilo, haciéndole imposible la existencia. La mayor parte de nosotros hubiéramos preferido mil veces calarnos hasta los huesos, que resistir el chubasco de malolientes huevos y hortalizas que la vista del paraguas atraía sobre la cabeza del infortunado Jonás Hanway.
Los conductores de carruajes de alquiler decían que los paraguas arruinarían su negocio. Otros creyeron que tales artefactos constituían una ofensa contra Dios: si la lluvia no tuviese por objeto el mojar a la gente -decían- no la enviaría la divina Providencia; por consiguiente, nadie tenía derecho a utilizar el paraguas para librarse de ella. Pero Jonás siguió firme en sus trece, despreciando el diluvio de huevos, hortalizas y aguas sucias que le arrojaban desde las ventanas. “Pronto será popular”, solía decir; pero no se salió con la suya.
Treinta años tardó aún en generalizarse en Inglaterra el uso del paraguas. Los dueños de posadas y cafés acostumbraban tener uno que utilizaban sus clientes para ir de la puerta al carruaje, y a la inversa; y también solían tenerlo en alguna que otra gran casa particular. Cuando se extendió más su uso, decíase que había tres clases de gentes: las que podían sostener carruaje, y no necesitaban, por lo tanto, el paraguas; las que podían permitirse el lujo de un paraguas, pero no el de un carruaje, y las que llegaban en su pobreza al extremo de no poder tener uno ni otro.
Por fin, adoptado el paraguas en Inglaterra, no tardó en vulgarizarse por los demás países de Europa, y más tarde en América, dando origen a una industria muy floreciente y muy importante en la actualidad.
La fabricación de un paraguas no es tan simple como pudiera parecer. Si os fijáis en la ilustración que encabeza este artículo, comprobaréis que no es pequeño el número de piezas que lo componen.
El varillaje está unido al eje del paraguas y sobre él se ha de extender, cuando se lo abre, la tela que resguardará de la lluvia a quien lo use. Esa tela se ha cortado en forma de gajos, lo que permite su extensión perfecta sobre las varillas, que pueden ser ocho, diez o doce.
La extensión de la tela sobre las varillas obra como una especie de alero, sobre el cual el agua corre, sin detenerse y filtrarse a través del paraguas. Un pestillo asegura esa extensión y otro, en la parte interior del eje, antes de la empuñadura, permite mantenerlo cerrado. Hay algunos paraguas en los que basta la simple presión de un botón para abrirlo, gracias a los elásticos de acero de que están provistas las varillas.
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