La gran maravilla del microscopio electrónico


El microscopio electrónico no se asemeja en nada al microscopio común; es un tubo de un metro o más de alto, unido a un complicado equipo de instrumentos auxiliares. Poderosas bombas neumáticas extraen el aire del tubo para permitir a los rayos catódicos propagarse libremente en su interior. En vano buscaríamos lentes de cristal en el interior del tubo, pues han sido reemplazadas por bobinas magnéticas que actúan sobre los rayos catódicos de la misma manera que las lentes sobre los rayos luminosos. Las bobinas magnéticas son, pues, las lentes de aumento del microscopio electrónico. En el interior del tubo, después de pasar por una serie de bobinas, los rayos atraviesan el objeto que deseamos examinar y dibujan su imagen, enormemente aumentada, sobre una pantalla fluorescente o sobre una placa fotográfica.

De este modo se puede llegar a un aumento de 50.000 veces, pero la imagen fotográfica puede ser a su vez ampliada, como cualquier fotografía común. Así se obtiene finalmente un aumento de 200.000 veces, sobrepasando en 100 veces el poder de los más poderosos microscopios comunes.

Tan formidable aumento no sólo torna visibles bacterias inaccesibles a todo medio de investigación, sino que también permite examinar el organismo de esos seres diminutos, muchos de los cuales solamente aparecen como puntos bajo el microscopio común. Se ha demostrado que algunos poseen cilios, otros flagelos; una delgadísima membrana rodea el cuerpo de muchas bacterias. Tal vez el más importante descubrimiento que nos ha brindado el microscopio electrónico es el mejor conocimiento de la perpetua lucha entre las bacterias y sus más implacables enemigos, aún más pequeños que los microbios: los bacteriófagos que los atacan y destruyen.

Aunque los microscopios electrónicos son mucho más poderosos que los ópticos, han tenido, sin embargo, frente a éstos una gran desventaja: no se podían emplear para fotografiar células u organismos vivientes. Las fotografías que se obtenían de una bacteria, por ejemplo, mostraban un como hollejo desecado, cuyo parecido con una bacteria viviente puede compararse con el que tienen una momia del antiguo Egipto y un hombre vivo. La razón de la desventaja radica en que en el interior del instrumento se ha de hacer un vacío casi perfecto, pues de lo contrario el aire dispersa los electrones. Ahora bien, el vacío deseca y mata todo organismo.

En 1961, la dificultad pudo superarse: el Laboratorio de Óptica Electrónica de Toulouse, Francia, con la dirección del profesor Gastón Dupouy, perfeccionó un artificio que permite fotografiar bacterias vivientes. Para ello, el organismo se encierra en una pequeñísima celda, la que se llena de aire y se fija en la platina del microscopio. La celda tiene dos ventanas, cubiertas con una película de colodión tan fina que su espesor es del orden de una millonésima de milímetro, pero lo suficientemente resistentes como para soportar la succión del vacío. La celda mantiene el aire húmedo, y la bacteria u otro organismo no se deseca y puede sobrevivir.

Gracias a este maravilloso instrumento podemos ver un mundo de seres vivos en una gota de agua; podemos presenciar las grandes batallas que a cada instante libran los microbios en el organismo del hombre; podemos admirar en un fragmento de pétalo de rosa un maravilloso tejido de células; podemos ver, en fin, una garra en una bacteria. El microscopio revela maravillas que no pudieron contemplar los sabios de épocas pasadas; maravillas que no hubieran podido contemplar antes ni los más poderosos monarcas de la tierra.