CAMINO DE LAS CUMBRES - Carlos V. Quiroga
Ya en la cumbre de Gracián, se domina todo el sistema oro-gráfico más caracterizado de la provincia. A uno y otro lado, muéstrase el hondo valle dividido en dos, verde, todo cultivado, con sus casitas de centímetros de alto, donde se ven moverse figuras humanas pequeñitas, como si se contemplara un mundo liliputiense, a través de la atmósfera diáfana y tembladora que permite la visión de los detalles a larguísimas distancias. ¡De ahí, de esa cima, para mirar la cumbre del Ambato, hay que tender la vista hacia lo alto surcando espacio luminoso! El conjunto es soberbio. El valle sube en planicie limitada por montes, en dirección del norte, y allá, donde se espera ver, ganada la mente por la naturaleza, el límite final, como lo imaginaron los marinos de antaño, emerge de súbito, cuando el cuadro se clarea en el cerebro -porque la mente ya está confundida y embriagada por tanta luminosa y estupenda visión-, emerge en línea oblicua el Aconquija, con su falda siempre velada por nubes, con su cumbre blanca donde salta, se quiebra, danza, piruetea el sol, en orgía macabra cuya música es el rumor de los abismos, el silbo del huracán sobre las peñas y el traqueteo multísono del mundo de abajo, que asciende, ondula, se concierta luego en las alturas, en acordada disonancia, como una fantasmagórica ópera de Wagner totalmente expresiva del planeta y del espíritu que lo surca y expugna.
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