FLANDES, TIERRA DE ALEGRÍA - Paul de Ceuleneer


Todos los poetas que han cantado el embrujo de las antiguas ciudades de Flandes, todos los artistas, los viajeros y los turistas que han visitado esta región que apenas se advierte en el mapa pero que ha desempeñado un papel importantísimo en la historia del Antiguo Continente, todos han celebrado las maravillas de arte que muchas generaciones han condensado en la gracia delicada de sus torres góticas, en los encajes de piedra de sus iglesias y casas particulares, en la humilde belleza de sus béguinages blancos y apacibles cono el alma de las simpáticas monjitas que los pueblan, en las gallardas siluetas de sus castillos medievales, en lo pintoresco de sus puentes, de sus canales, de sus tortuosos callejones o en el esplendor de sus casas municipales y edificios públicos.

Hay heroísmo, tragedia y grandeza en su historia; elevación y misticismo en su literatura; sublime inspiración en su pintura, representada por los inmortales hermanos Van Eyck, los Memlinck, los Van Dyck, los Rubens y los Breughel; exquisita belleza y magnificencia en su arquitectura gótica, y poesía en el ambiente de sus ciudades, todo eso fue exaltado en muchas ocasiones por cuantos visitaron este país maravilloso de Flandes, pero muy pocos han hablado de la característica que cualquiera habrá notado en el ambiente flamenco a los pocos días de andar por sus ciudades y sus campos: la tradicional e incontenible alegría de los pobladores de esas fértiles llanuras, de las que parte fueron conquistadas durante el transcurso de muchos siglos al inclemente mar del Norte.

Cada pueblo tiene su modo peculiar de alegría: la inglesa es humorística, la francesa graciosa y entusiasta, la italiana brillante como fuego de artificio, la española viril y tronante. La alegría flamenca es franca e ingenua, llena de sincera exaltación e infantil jocosidad. Sus exponentes e intérpretes son Breughel, Teniers y Till Eulenspiegel.