UNA VISITA A ARABIA
Francisco había visitado una vez la Arabia y contaba sus aventuras a algunos de sus camaradas de colegio. “No viven los árabes en casas en el desierto -les decía-, sino bajo grandes tiendas, y así que nos vieron llegar, el viejo beduino y su hijito Hamid se apresuraron a salir a caballo a nuestro encuentro.
“Hamid es un muchacho muy guapo. Creo que en su vida debe haber jugado al fútbol o al críquet, pero en cambio es un excelente tirador. Su vida es tan distinta de la nuestra, que enseñan a los niños árabes, chiquitos todavía, a defenderse, y ellos prefieren jugar con armas de fuego mejor que con todos los juguetes que podáis darles.
“Los beduinos son famosos por su hospitalidad. Mientras sois sus huéspedes, os tratan lo mejor que pueden; pero la visita no debe prolongarse más de tres días, y al marcharos os recomiendan a otro amigo.
“La costumbre más chocante de ellos es la manera de comer. Nos sentamos en alfombras alrededor de una mesa baja en la cual había una fuente, de la que todos nos servíamos con los dedos. Había muchos manjares; carne de cabra, arroz, pastelillos calientes, frutas frescas y el café más delicioso. Los árabes están orgullosos de su café, y es privilegio del hijo mayor moler los granos con que el padre ha de preparar la bebida. Dispuesto ya todo, el beduino escogió un pedazo de carne y lo introdujo en la boca de mi padre, por ser el huésped principal; después, cada cual se sirvió de la fuente común. Terminada la comida, los hombres, reclinados en almohadones, fumaron sus chibuquíes, y a la hora de acostarse, Hamid me llevó a su rincón de la tienda, sacó dos mantas de lana, me dio una, se envolvió en la otra y poco después dormíamos los dos sumidos en profundo sueño.”
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