¿Puede la Tierra llegar a chocar con un cometa?


A primera vista los cometas parecen peligrosos vagabundos. La cabeza de muchos de ellos posee enormes dimensiones: la del cometa Halley podría contener centenares de globos terrestres, y no pasaría entre la Tierra y la Luna sin envolver, a la vez, a ambas. El Sol o un millón cuatrocientos mil planetas como la Tierra estarían englobados en el interior del famoso cometa de 1811. Y como estas enormes testas luminosas cruzan las órbitas planetarias, el encuentro de la Tierra con la cabeza de un cometa no es absolutamente imposible, pero sí tan improbable que podríamos considerarlo utópico, ya que la profundidad del espacio donde revolucionan los astros es tan inmensa que, por contraste, hace aparecer a los planetas y aun al Sol y las estrellas como minúsculos puntos.

El cálculo muestra que un choque entre el globo terráqueo y un cometa es un acontecimiento susceptible de producirse una vez cada treinta millones de años. Mas, por ínfima que sea la probabilidad, tal suceso no sería despreciable si las cabezas cometarias estuvieran formadas por masas densas como las de la Tierra o la Luna, en cuyo caso el choque frontal con ellas sería, sin duda, una espantosa catástrofe. En efecto, el calor engendrado por el choque y la detención bastaría para volatilizar ambos cuerpos celestes hasta convertirlos en una masa gaseosa cuyos átomos se disiparían en el espacio. Esto ocurriría si las cabezas de los cometas fueran bloques rígidos. Sin embargo, ningún temor de peligros cósmicos es más ilusorio que el de un cataclismo planetario.

La cabeza de los cometas no es un bloque sólido. La materia rígida que poseen es extremadamente reducida, casi despreciable. Lo que la hace aparecer de tamaño tan escalofriante es la envoltura gaseosa, la cabellera que rodea al núcleo. Éste, por lo común, es una fracción relativamente pequeña de la cabeza, y no está formado por un bloque macizo, sino por un diluido conjunto de polvo cósmico, de partículas meteoríticas. La debilidad material de los cometas no es una hipótesis, es un hecho demostrado: la masa de estos imponentes astros es tan pequeña que no ejerce influjo alguno que sea perceptible en el movimiento de los planetas a los que se acercan, y posee tal transparencia que trasluce las estrellas. La masa de los grandes cometas no alcanza a una millonésima parte de la del globo terráqueo, y se puede decir que su cabeza pesa millares de veces menos que una esfera del mismo volumen llena de aire.

En tales circunstancias, una colisión entre un planeta y un cometa es, en realidad, peligrosa, pero no para aquél sino para éste, que corre el riesgo de ser despedazado, tal como le ocurrió al cometa Brooks que, en 1886, al pasar demasiado cerca de Júpiter pagó con la cabeza su osadía. En el desigual encuentro, el núcleo del cometa fue quebrado en cinco trozos, fragmentos que se fueron desintegrando hasta desaparecer.