¿Es verdad que hay murallas que un día fueron seres marinos llenos de vida?
Las mismas rocas que se yerguen altivas, vigilando nuestras costas, atestiguan los múltiples cambios que nuestro mundo ha sufrido. Algunas de ellas formáronse en el poderoso crisol de la Tierra, en el calor espantoso donde los diamantes se engendran. Algunas de ellas se componen de minerales y metales combinados. Un recipiente con una disolución de almidón, que en ciertas condiciones es un fluido viscoso, forma un sedimento que al cabo de una hora se endurece. Muchas rocas formáronse como el almidón que se solidifica en el fondo del recipiente; sólo que, en lugar de una hora, se necesitaron millones de años para que se realizase tal cambio. Algunas rocas fueron un día animales llenos de vida. Miríadas y miríadas de minúsculos crustáceos poblaron los mares donde hoy vemos estas rocas. Actualmente no es raro encontrarlas en las cumbres de colinas de más de 300 metros de altura. Las blancas murallas de la vieja Inglaterra, esos centelleantes farallones que todo el mundo admira, fueron un día seres dotados de vida. Tomaron ciertas sustancias del agua en que habitaron para constituir sus débiles caparazones, los cuales, al morir aquellos, se convirtieron en cal, que se agrupó formando maravillosos acantilados y agrupaciones de rocas.
Las rocas están formadas por conchas de minúsculos seres.
El examen de la arena nos revela la existencia de estos minúsculos organismos cuyas conchas, de bellísimas formas, presentan dibujos tan pequeños que nos es imposible descubrirlos sin el auxilio del microscopio. De tan diminutos seres se hallan constituidas las rocas y acantilados. También se encuentran conchas grandes donde un día se albergaron otras de las especies vivientes que pueblan las aguas del mar.
No existe playa en el mundo que no brinde satisfacciones sin cuento a los que poseen ojos capaces de admirar las maravillas y bellezas de la creación. Todos los colores del iris brillan en las moradas de humildísimos organismos, y son tan perfectos los matices y las formas de estos microscópicos seres que el hombre, con toda su habilidad y destreza, no es capaz de imitarlos.
Después, cuando recordamos el minúsculo caracol que en ellas ha habitado, admira el pensar que las mismas sustancias del mar con que fabricaron su estructura y su encanto esos seres tan exiguos dieron a la terrible ballena su cuerpo voluminoso, su fuerza, velocidad y resistencia; al tiburón su ferocidad y energía; sus delicados matices a los brillantes pececillos de los bancos de coral; y a la mar misma sus pintorescos prados de algas, sus admirables criaderos de pacíficas esponjas, y esas maravillosas anémonas que señalan la línea divisoria entre el animal y la planta.
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