Parte 3
-¿Qué pretendes, pues? -exclama
Don Luis, tendiendo los brazos
-¿Quieres anudar los lazos
A que la sangre nos llama?
Si la pasión que te inflama
En amor se convirtió,
No te detengas, que yo
Con alma y vida te espero.
Y rechazándole fiero,
Su hermano contesta: -¡No!
Ya es razón que esto concluya
-Añade, falto de calma. -
-¿Por qué Dios me ha dado un alma
Tan distinta a la tuya?
Pues no hay fuerza que destruya
El odio mortal que abrigo,
¿A que, di, cuando te hostigo,
Con tu cariño me hieres?
Aborréceme, si quieres
Ser generoso conmigo!
Luego, con gesto feroz,
Prosigue quedo, muy quedo,
Como si tuviera miedo
De escuchar su propia voz:
-¡Si supieras cuan atroz
Es la inquietud con que lidio!
Yo prefiero el fratricidio
Al afán que me tortura,
Porque es tal mi desventura
Que hasta tus penas envidio.
Te detesto, y busco en vano
Un motivo a mis rigores.
Yo, grande entre los mayores,
Con tu perdición ¿qué gano?
Y Don Luis replica: -Hermano,
Todo tiene sus azares.
No conmigo te compares, Que resultarás pequeño.
Yo tus grandezas desdeño
Y tú envidias mis pesares.
Es cierto. ¡Suerte menguada!-
Dice Don Juan impaciente,
Golpeándose la frente
Con mano dura y crispada.
La bondad, jamás cansada,
De Don Luis le desespera,
Y la pasión que le altera
Desborda en el calabozo
Con un ¡ay! mitad sollozo.
Mitad rugido de fiera.
¡Ah! no es extraño que gima
De su angustia en el exceso,
Como el Titán bajo el peso
Del mundo que lleva encima.
No es extraño que le oprima
Su rencor vivo y profundo,
Ni que se agite iracundo
Con más Ímpetu quizás,
Porque a veces pesa más
Un pensamiento que un mundo.
De su voluntad no es dueño.
Como el alma pecadora
A quien asalta a deshora
Su culpa en forma de sueño.
Intenta con loco empeño
Vencer su ansiedad sombría,
Y exclama con voz tan fría
Cual la punta de una daga:
-¡Esta sed sólo se apaga
Con tu sangre o con la mía!
Que el sol naciente me vea
Libre de tan grave peso-
levantándose el preso,
Dice resignado:
-¡Sea! Don Juan recoge la tea,
echa a andar, perdiendo el tino.
Porque el fulgor mortecino
Que el seco leño despide,
Tan sólo a trechos divide
Las tinieblas del camino.
El uno del otro en pos
Van, con paso mal seguro,
Por el subterráneo oscuro,
Abandonados de Dios.
El lebrel entre los dos
Sobresaltado camina,
Y por la lóbrega mina
Llegan al viejo portillo,
Que a un lado tiene el castillo
Del peñón en que domina.
El soldado que la puerta
Por fuera guarda y defiende,
Absorto el paso suspende
Viéndola de pronto abierta.
Lejanas voces de alerta
Turban la noche callada,
Y con frase entrecortada
Por el ardor que le agita,
Don Juan, avanzando, grita:
- ¡En, malsín! Dame tu espada.