El tímido Claudio, oculto detrás de un tapiz en el palacio, es proclamado emperador
Durante el saqueo, uno de los soldados vio los pies de un hombre que se escondía detrás de un tapiz. Al descorrerlo, vieron que se trataba de Claudio, tío de Calígula, hombre débil y pusilánime; mofándose de él, empezaron a gritar los soldados que él debía ser el nuevo emperador, y así lo llevaron al campamento, en donde, puesto que nadie era capaz de imponerse a la guardia imperial, Claudio fue proclamado emperador.
No era Claudio sanguinario como Calígula, sino amante de los libros y de la erudición, cosas que desprecian a veces los hombres dedicados a la política activa; no obstante, Roma fue gobernada por sus domésticos y su perversa esposa Mesalina. Claudio la hizo matar. Casóse después con Agripina, hermana de Calígula, la que fue no menos perversa, y gobernó en lugar de Mesalina. Durante todo su reinado, Claudio se dejó persuadir por malos consejeros y vertió tanta sangre inocente como sus predecesores. Por esta época, los romanos conquistaron la isla de Bretaña, agregándola al Imperio Romano. Posteriormente, Agripina envenenó a su esposo, a fin de que subiese al trono Nerón, hijo de ella, pues antes de ser mujer de Claudio había estado casada con Cneo Domicio Enobarbo.
No había nadie a quien las tropas deseasen hacer emperador, sino a Nerón, y así éste sucedió a Claudio. Durante su minoría de edad, Nerón autorizó a su tutor, el sabio Séneca, y al capitán de la guardia, el grave Burro, para que gobernasen, cosa que hicieron con acierto, mientras él dedicaba el tiempo al estudio del arte y de la música, ansioso de llegar a ser -como en efecto creía haberlo conseguido- un gran artista y consumado músico. Cuando ejerció el poder, mostróse el más sanguinario de todos los emperadores, hasta tal extremo que su nombre es hoy sinónimo de cruel.
Hizo asesinar a su propia madre. Hubo un gran incendio que abrasó a media Roma, y la gente acusó a Nerón de haberlo ordenado y de que, mientras las llamas devoraban la ciudad, cantaba él al son de su lira la canción del incendio de Troya. Temeroso de las iras del pueblo, culpó de ello a los cristianos, y muchos de éstos fueron perseguidos y quemados vivos o arrojados a los leones en el gran anfiteatro, para diversión del populacho. Sin embargo, repugnaban menos al pueblo los crímenes de Nerón, que el vergonzoso hecho de que todo un emperador romano se presentase en el teatro como histrión.
Un día llegaron noticias de que un general llamado Galba se había rebelado en España, y cuando la multitud supo que alguien osaba levantarse contra el emperador, no hubo uno solo que se determinase a sufrir por más tiempo tan cruel tiranía, y todos, hasta su propia guardia, lo abandonaron. Acosado por el terror, huyó, y encontrando un paraje en que ocultarse, prefirió darse muerte con su propia mano antes que recibirla de las de sus enemigos, puesto que de nadie era compadecido. Su último pensamiento y sus postreras palabras fueron que el mundo perdía un artista admirable con su muerte.
En rápida sucesión, tres hombres se disputaron el Imperio. Fue el primero, el viejo soldado Galba, con sus legiones venidas de España; después, el joven Otón, escogido por la guardia de Roma, el cual venció a Galba, y el último, el glotón Vitelio, elegido por los ejércitos de Germania y cuyas tropas vencieron a Otón. Llegó después alguien mucho más fuerte, el hábil general Vespasiano, jefe de las legiones romanas de Occidente; al extremo que habían llegado las cosas, era evidente que sólo un hombre de espíritu sano y voluntad firme podría empuñar el cetro imperial.
Vespasiano y sus dos hijos, que le sucedieron, son llamados Flavianos, por ser Flavio el apellido de familia. No era Vespasiano de elevada estirpe, pero dio a Roma lo que más necesitaba en aquellos tiempos: un jefe que restaurase el orden y buen gobierno, que no tuviese sed de sangre, ni se cuidase de derrochar, en ostentación y lujo, el dinero necesario para cosas más útiles. Así, en cuanto hubo dominado la resistencia que al verle elevado al trono le opusieron sus adversarios, su enérgico régimen acabó con la violencia y el derramamiento de sangre. Los soldados se sentían ufanos de tener por jefe a un verdadero militar, y aun cuando el pueblo se reía de sus modales llanos y vulgares, y aludía burlonamente a su avidez por ganar dinero, Vespasiano parecía no inquietarse por lo uno ni por lo otro. El dinero era necesario, y si lo adquiría por medios menos elevados, salía al encuentro de los reproches que se le dirigían diciendo: “Con todo, el dinero huele bien”; y sabía invertirlo útilmente. Fue un hábil administrador: aumentó el tesoro público, reorganizó el ejército y las instituciones gubernativas, y fortificó las fronteras del Imperio. Fueron, pues, los diez años de su reinado provechosos para Roma. Reinó después su hijo Tito, por breve tiempo. Había ganado fama de buen soldado durante el reinado de su padre en el gran sitio de Jerusalén, ciudad que se había rebelado y a la que, después de conquistada, trató sin piedad, mandando matar a gran parte de sus habitantes y convirtiendo en ruinas su Templo, cuyas riquezas llevó como trofeo a Roma. Mas, al llegar a emperador, se convirtió en un príncipe bondadoso y magnánimo, y cuando pasaba un día en que no hubiese hecho justicia a alguien, o aliviado una desgracia, decía a los que le rodeaban: “Amigos míos, he perdido un día”. Era esta conducta tan inesperada, que muchos opinaron que. de no haber muerto joven, habría terminado demostrando la crueldad de los primeros años. Así obró su hermano Domiciano, quien le sucedió en el trono. Aunque empezó muy bien su reinado, no tardó en seguir los perversos ejemplos de Nerón, persiguiendo a los cristianos y cometiendo otros muchos crímenes; y si se exceptúa el acertado gobierno de su lugarteniente agrícola, en las Islas Británicas, nada bueno puede decirse de su reinado; por eso nadie lloró su muerte cuando, •a su vez, fue asesinado.
En el lapso de más de cien años después que Vespasiano se proclamó emperador, Domiciano fue el único indigno de figurar entre los buenos príncipes; los otros cinco que le sucedieron son frecuentemente llamados los cinco emperadores buenos. Del primero, cuyo nombre fue Nerva, apenas se cuenta cosa digna de mención. Era ya un anciano cuando el Senado le ofreció el cetro; los soldados no hicieron oposición y su gobierno fue corto. Pero así como Julio César adoptó a Octavio por hijo suyo, así también Nerva adoptó a un valiente soldado, nacido en España, cuyo nombre era Trajano. Como el ejército tenía en él gran confianza, era cosa segura que sería nombrado emperador después de la muerte de su padre adoptivo. Fue Trajano uno de los cesares más ilustres: procuró, ante todo, difundir la justicia entre sus súbditos; fue, además, un gran guerrero, más en el campamento que en la corte, y sostuvo victoriosas batallas con las tribus bárbaras en Dacia, allende el Danubio: guerras que fueron conmemoradas con una gran columna erigida en Roma y llamada Columna de Trajano.
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