La muerte de Felipe II y el reinado de los Austrias de la decadencia
Si grande fue en la plenitud de su vida el rey don Felipe, más grande aún mostróse cuando una cruel enfermedad hizo presa en él y convirtió su cuerpo en una sola y dolorosa llaga. Los últimos cincuenta y tres días de sus cuarenta y dos años de reinado los pasó corroído por el dolor, postrado en el lecho, del que no podía movérselo, pues al menor intento de ello sus carnes se desgarraban. Y sin embargo, con su espíritu y su mente lúcidos, sin exhalar la más leve queja, ocupábase todavía de asuntos de Estado, o escuchaba a su hija, la princesa Isabel Clara, y al confesor real, quienes se alternaban en la lectura de libros devotos. Murió con los ojos fijos en la cruz que en idéntico trance sostuviera en manos su padre, el emperador Carlos V.
Así se extinguió, el 13 de setiembre de 1598, en San Lorenzo de El Escorial, la vida de uno de los monarcas más poderosos e ilustres de España. Lope de Vega compuso este epitafio:
Fue tan alto su vivir que sólo el alma vivía, pues ya cuerpo no tenia cuando acabó de morir.
Su hijo y sucesor, Felipe III, careció totalmente de las más elementales condiciones del gobernante; tal vez comprendiéndolo así, entregó las riendas del poder a sus favoritos, práctica indolente que adoptarían en su mayor parte los sucesivos monarcas.
Durante su reinado, las costumbres de la corte y de las clases dirigentes relajáronse en forma tal que bien ha podido llamarse a dicho período “el reinado de la inmoralidad”. Jamás hubieran podido imaginar los Reyes Católicos en lo que iría a parar el augusto trono de España.
Los asuntos de Estado fueron conducidos por el duque de Lerma, primero, y luego por el hijo de éste, el duque de Uceda, quien para conquistar el poder no vaciló en conspirar contra su propio padre.
La guerra de Flandes, que se prolongaba desde los días de Felipe II, finalizó con la llamada Tregua de doce años, equivalente en los hechos al reconocimiento de la independencia de las Siete Provincias Unidas.
Felipe III envió contra las Islas Británicas una escuadra de cincuenta velas, que las tempestades se encargaron de dispersar, como antes aconteciera con la Armada Invencible.
Como conservaba la tradición, ya que no la práctica piadosa de su padre, prestó oídos al de Lerma e intervino en auxilio de los católicos de la Valtelina, territorio del cantón suizo de los Grisones, desposeídos por los calvinistas, con lo que España viose mezclada en la guerra de los Treinta Años que comenzaba.
En el mar, el marqués de Santa Cruz, digno hijo de aquel ilustre marino que sirviera al Rey Prudente, obtuvo resonantes victorias contra los turcos. Estos triunfos sirvieron para retardar el ocaso de la hegemonía que tuviera España en las aguas del mar Mediterráneo; el duque de Osuna obtuvo también un triunfo significativo al lograr destruir una escuadra berberisca en aguas del Gibraltar, en tanto Leiva capturaba a Larache. Entre los acontecimientos internos más trascendentales del reinado del abúlico Felipe III, figura la expulsión de los moriscos, dispuesta en 1609 con los de Valencia, y seguida, hasta completarse, con los de todas las provincias españolas. La medida, perjudicial desde el punto de vista económico, fue celebrada como triunfo de la unidad de religión, de lengua y de costumbres, y contó con apoyo popular, como en si. tiempo la expulsión de los judíos, dispuesta por los Reyes Católicos.
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