Un magnífico perro de caza
En un viaje que hice a las Indias Occidentales con el. capitán Hamilton, llevé conmigo un perro especial de caza; valía su peso en oro, como vulgarmente se dice, pues nunca me engañó. Un día que estábamos como a unas trescientas leguas de tierra, según pude comprobar después, mi perro olió la presencia de alguna presa; lo estuve observando con detenimiento, por espacio de una hora lo menos, y puse este detalle en conocimiento del capitán y de todos los oficiales que estaban a bordo, asegurándoles que estábamos cerca de alguna tierra, porque mi perro había olido la caza. Esto ocasionó una carcajada general, pero no hizo cambiar un ápice la buena opinión que yo tenía de mi perro. Después de una larga conversación, en pro y en contra, le dije al capitán, francamente, que creía más en las narices de mi Tray que en los ojos de cualquier marinero de los que había a bordo; por lo tanto, propuse concertar una apuesta por el valor de mi pasaje (unas cien guineas) a que en el término de una hora encontraríamos la presa. El capitán, hombre bien intencionado, se rió de nuevo, y rogó al señor Crowford, el médico del barco, que ya estaba preparado, me tomase el pulso; así lo hizo éste y certificó mi perfecto estado de salud. El siguiente diálogo tuvo lugar entre ellos; yo lo escuché a pesar de que hablaban muy bajo y a alguna distancia.
Capitán.-Está desequilibrado; yo no puedo, honradamente, aceptar su estrafalaria apuesta.
Médico.-Mi opinión es diferente; él está completamente bien y confía más en el olfato de su perro que en la opinión de todos los oficiales del barco; es casi seguro que pierda, y le estaría muy bien empleado.
Capitán.-Una apuesta de esta clase no es correcta en mí, pero, sin embargo, la voy a aceptar, y si le gano, le devolveré el dinero.
Durante esta conversación, mi perro continuaba en la misma situación, lo que me hizo arraigar más en mi opinión. Por segunda vez propuse la apuesta, y entonces fue aceptada.
¡Aceptado, y aceptado! era dicho con cierto reparo por ambas partes, cuando algunos marineros que estaban pescando en la popa, cogieron con arpones un tiburón de extraordinaria longitud, el cual subieron a cubierta y comenzaron a abrir para embarrilar el aceite, cuando ¡he aquí que encontraron unos seis pares de perdices vivas en el estómago del animal!
Se quedaron tanto tiempo absortos en la contemplación, ¡que una de las perdices puso cuatro huevos, y como cinco estaban cluecas cuando el tiburón fue abierto! Tomamos uno de los pichones y lo colocamos entre una cría de gatos que había venido al mundo unos minutos antes. La gata se encariñó tanto con él como si fuera uno de sus hijos, y se ponía muy disgustada cuando el pichón, volando, se iba de su alcance, y no demostraba alegría hasta que éste no volvía. Con respecto a las otras perdices, como que entre ellas había seis hembras, durante el viaje no faltaba una que pusiese huevos y otra que sacase pichones, por lo cual siempre hubo abundante carne de caza en la mesa del capitán.
Y en prueba de gratitud a mi pobre perro (que me hizo ganar cien guineas) diariamente le reservaba los huesos y, de vez en cuando, hasta un ave entera.
Pagina anterior: Un venado con un cerezo
Pagina siguiente: Recorriendo el mundo en un águila