Ursus lucha cuerpo a cuerpo con un toro salvaje y salva a Ligia de horrible muerte
Los cristianos, acusados de incendiarios y de mil crímenes más, son sacados a la arena del circo, donde sufren toda clase de martirios: son devorados por las fieras, degollados por los gladiadores, crucificados, transformados en antorchas humanas. Todo lo soportan con singular valor por la mayor gloria de Dios.
Ligia y Ursus son reservados para la fiesta del último día. El gigante que mató a Crotón es un espectáculo de gran valor para los afectos a las luchas circenses y existe enorme expectación por verlo. Después de las acostumbradas luchas entre gladiadores, Ursus es arrojado a la arena, donde, ante la sorpresa y decepción de millares de espectadores, el coloso se arrodilla en medio del redondel en actitud orante, elevando a Dios su plegaria mientras aguarda que aparezca el león que ha de devorarlo.
No fue muy larga la espera, pues al sonido de las trompetas abriéronse de nuevo las puertas del cubículo, y azuzado por los gritos de los esclavos bestiarios, saltó a la arena... no un león, sino un enorme toro germano que llevaba atado a los cuernos el cuerpo de una mujer desnuda: ¡Ligia!
Ni el más leve murmullo se oía en el anfiteatro, cuando repentinamente los augustales levantáronse de sus asientos, como si presenciaran algún hecho extraordinario.
Y era así, en efecto, porque cuando aquel ligio tan humilde y resignado vio a su señora entre los cuernos de la fiera, saltó como si hubiese pisado un hierro candente y se arrojó a sujetar al feroz animal. Un grito universal de asombro salió de todos los pechos al ver cómo el cristiano, aferrándose con las manos a los cuernos del toro, lo tenía como encadenado. Todos los circunstantes contenían el aliento, y reinaba en el anfiteatro un silencio tan profundo como si el recinto hubiese estado desierto. Desde que Roma era Roma no se había visto un esp3ctáculo como aquél. Ursus mantenía en completa inmovilidad a la fiera; sus pies se habían hundido en la arena hasta los tobillos; tenía encorvada la espalda como un arco; la cabeza se ocultaba entre los hombros, y los músculos de sus brazos se destacaban con tan gran relieve, que parecía que iban a romper la piel.
El hombre y la bestia seguían unidos e inmóviles, de tal manera que los espectadores podían creer que se hallaban ante un grupo escultórico; pero bajo aquel aparente reposo notábase la tensión de dos fuerzas contrarias. Lo mismo que el hombre, el toro tenia hundidas sus patas en la arena, y todo su cuerpo tan encorvado, que de lejos semejaba una bola gigantesca.
La multitud, siempre admiradora de la fuerza, contenía el aliento, siguiendo los giros de la lucha que no podía terminar, a su juicio, sino con la derrota y la muerte del hombre, dominado por la bestia... Pero de pronto se elevó de las graderías un grito de asombro: Ursus había logrado doblar la cerviz del toro rompiéndole las vértebras del cuello.
Entre las aclamaciones delirantes del pueblo que pedía gracia para aquel esclavo, desató Ursus las ligaduras que sujetaban a Ligia, tomó en sus brazos a la desmayada joven y se adelantó hacia el palco imperial, exclamando:
-¡Ten piedad de ella! ¡Sálvala! ¡Sólo por ella he luchado!
Pero Nerón vacila, no se anima a otorgar el perdón, pero tampoco se anima a ordenar la muerte del gigantesco ligio, porque el pueblo está entusiasmado por la hazaña que acaba de realizar. En tal dramático momento un nuevo personaje entró en escena: es Vinicio. que acababa de asistir, con la angustia en el alma, a la terrible lucha. El joven patricio, quitándose la toga, cubrió con ella el cuerpo desnudo de su amada; luego desabrochó su túnica, para mostrar al pueblo las cicatrices de las heridas que había recibido en las guerras de Armenia y tendió las manos en actitud de súplica, entre las aclamaciones de la multitud que pedía la vida de aquel héroe y la felicidad de aquellos amantes. Nerón, comprendiendo que no era oportuno ir contra la plebe embravecida, se puso de pie e hizo la señal de perdón.
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