Voy a Roma, la ciudad que tu abandonas, a hacerme crucificar
Vinicio condujo a Ligia a su casa y la cuidó con amor. Cuando la joven se hubo restablecido, recibieron ambos la bendición del apóstol Pablo y, unidos en matrimonio, partieron para Sicilia donde ya se habían establecido los padres adoptivos de la joven, mientras en Roma tomaban mayor incremento las persecuciones contra los cristianos, entre cuyos mártires se contó Quilón Quilónides, quien, arrepentido de sus crímenes y del daño que había provocado, se convirtió al cristianismo y murió entre tormentos defendiendo su ideal.
Perdido el ascendiente que tenía sobre Nerón, disgustado por las torpezas y los crímenes del emperador y los palaciegos que lo rodean, el simpático Petronio se quita la vida, luego de un festín al que invita a todos sus amigos, a quienes obsequia regiamente.
Poco tiempo después de la muerte de Petronio, llegaba a Roma la noticia de haberse sublevado las legiones de la Galia, las cuales, bajo las órdenes de Vindex, habían desconocido la autoridad del César. Al principio, nadie dio importancia al levantamiento, pero cuando se supo que las legiones de España, comandadas por Galba, hacían causa común con los sublevados, el pueblo romano comenzó a entrever la posibilidad de liberarse del monstruo que gobernaba a Roma.
Una noche, cuando menos se esperaba, un mensajero llegó al Palatino con la noticia de que los legionarios de Roma también se habían amotinado, proclamando emperador a Galba. Nerón, que dormía tranquilamente, despertó con horrible sobresalto, huyó de Roma y fue a refugiarse en una quinta que poseía en Faonte, más allá de la puerta Nomentana.
Allí recibió la noticia de que el Senado lo había condenado a muerte. Entonces resolvió suicidarse, cosa que hizo asistido por el liberto Epafrodito. Sus últimas palabras fueron:
- ;Llegó la hora! ¡Qué gran artista pierde el mundo!
Lentamente, apoyado en un báculo, un anciano de luenga barba blanca avanzaba cierto día, algún tiempo después de los sucesos que acabamos de relatar, por la Vía Apia en dirección a la Campania: es el apóstol Pedro. Sus discípulos lo han convencido que debe salir de Roma para salvar su vida, tan preciosa para la difusión de la Santa Doctrina. De súbito el anciano se detiene, deslumbrado por un vivo fulgor; le parece que el Sol viene a su encuentro y cae de rodillas exclamando:
-«Quo vadis, Dómine?»: -;.A dónde vas, Señor?
Y una vez más -será la última-, escucha emocionado la voz de Cristo que le contesta:
-Voy a Roma, la ciudad que tú abandonas, a hacerme crucificar de nuevo.
Entonces comprende Pedro que su puesto está en Roma, y, lentamente desanda el camino recorrido y se vuelve a la ciudad, donde con el apóstol Pablo afrontará, con serenidad de santo, el martirio de la crucifixión, el mismo que por salvar a la humanidad sufrió su Divino Maestro.
Cristo había triunfado sobre la Bestia, y su Iglesia triunfaría.
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