En su locura, Orlando comete toda clase de desmanes
Toda la noche vagó por el bosque, y al amanecer se encontró delante de la caverna. Su vista le enfureció. Sacando su espada, hizo saltar la piedra donde los versos estaban esculpidos, y luego la corteza de los árboles sobre la cual los amantes habían grabado sus nombres, y cegó la fuente con piedras y tierra. Rendidas sus fuerzas con aquellos trabajos inspirados por la cólera, se dejó caer sobre el césped, y allí permaneció por espacio de tres días y tres noches, sin dormir ni comer, el rostro vuelto hacia el firmamento. Al cuarto día se levantó lleno de rabia; lanzó su espada y su armadura, y se despojó de sus vestidos, y de esta suerte, desarmado y desnudo, empezó a recorrer el horrible camino de su locura. Su furia era tan ciega como terrible su fuerza. Arrancaba de cuajo enormes árboles, y si los labriegos acudían a ver lo sucedido, él los perseguía, y dando muerte con sus manos a uno de ellos, se servía del cuerpo inerte como de una maza contra los demás. La alarma cundió; tocaron las campanas de las iglesias y, tomando las armas, acudieron a millares las gentes contra él. A muchos de ellos quitó la vida, y sus agresores se convencieron de que no había arma forjada por mortales manos que fuera capaz de penetrar en su cuerpo ni siquiera de causarle el menor daño. En vista de ello, los habitantes de la región optaron por retirarse y dejar que Orlando saqueara sus pertenencias.
Alimentándose con la carne de jabalíes o de cabras monteses que cazaba con sus propias manos, o bien saqueando las chozas abandonadas. Orlando furioso era un azote para el hermoso país de Francia. No obstante, llevó a cabo las más extraordinarias hazañas. Un día, al entrar en un alto y estrecho puente, se encontró con un orgulloso sarraceno que en aquel lugar solía desafiar a los caballeros que por allí pasaban; Orlando lo llevó hasta la mitad del puente, y en aquel mismo sitio empezó una lucha tan reñida, que, arrastrando a su adversario hasta el borde, cayeron los dos en el torrente que a gran profundidad corría. En otra ocasión, en un estrecho sendero que bordeaba un precipicio, encontró un asno guiado por dos muchachos que, gritando, le advirtieron se apartara de allí. Enfurecido por aquel sencillo ruego, el loco dio tan terrible puntapié al asno, que el pobre animal, lanzado por los aires, cayó en la cumbre de una colina situada a media legua de distancia, mientras Orlando cogía de las piernas a uno de los muchachos y, tirando de ellas, lo dejaba partido en dos mitades.
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