Angélica y Medoro se embarcan para la India y Orlando prosigue sus correrías
El infeliz loco debía ver aún otra vez a Angélica, su amor. Llegó por fin a las costas meridionales de España, donde soñara construirse una vivienda junto al mar. Estaba pálido y demacrado; sus ojos tenían el más extraño brillo, y llevaba el cabello y barba peinados en largas trenzas. Un día en que se había enterrado en la arena de la playa, dejando únicamente libre la cabeza, acertó a pasar por allí Angélica, que con su marido vagaba por la orilla del mar. Aquella espantosa cabeza la hizo estremecerse, pero no suscitó en su alma ningún recuerdo. Orlando tampoco reconoció a Angélica, pero, como en tiempos lejanos, se sintió atraído por su belleza, y, saliendo de su madriguera, echó a correr tras ella en la arenosa playa, mientras Medoro trataba de herirle con su espada. Pero ningún arma podía causarle el menor daño, y a pesar de huir la dama tan rápidamente como sus fuerzas le permitían, hubiera caído en manos del demente, a no haber hecho uso de su anillo que la hacía invisible. Se dejó caer de la yegua que montaba sin que Orlando la viese, y prosiguiendo éste su desenfrenada carrera, dejó tras sí a Angélica, a la que nunca más volvió a ver. Poco tiempo después se embarcaron Angélica y Medoro para la India, donde gobernaron felizmente aquel reino.
Al apoderarse Orlando de la yegua, cabalgó en ella de día y de noche, sin darle alimento alguno ni permitirle ningún descanso, hasta que se vio obligado a apearse y conducir de la -brida al pobre animal, al que aun después de muerto, arrastraba tras sí. Anduvo así días y más días, hasta que un anchuroso río le obligó a abandonar en sus aguas los despojos de la yegua. Habiendo atravesado a nado la rápida corriente, encontró en la otra orilla a un campesino, le dio muerte y se apoderó de su caballo; y durante el resto de la carrera de su locura se procuró otros caballos, siempre de igual suerte. Orlando era una plaga terrible para su patria; mataba sin piedad a las gentes, pegaba fuego a las casas y destruía aldeas y ciudades enteras.
En sus desatentadas correrías, llegó cerca del estrecho de Gibraltar, y allí se puso a contemplar el mar. Una nave a punto de hacerse a la vela atrajo su atención; llamó a los marineros para que le tomaran a bordo. Ellos rehusaron, naturalmente, acercarse, y su negativa volvió a excitar su furiosa cólera. Entrando en el agua con su caballo, lo condujo hacia el sur y ahogóse el animal, que desapareció en el fondo del mar. Orlando llegó a nado, por fin, a las costas de África, no lejos de un vasto campamento donde se hallaba reunido un numeroso ejército. El fin de la expiación de Orlando estaba cerca.
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