El caballero encuentra el brazalete de Angélica y enloquece de celos
Un día, después de haber recorrido gran parte de Europa, fue engañado por una vana apariencia de Angélica, a quien creyó ver en brazos de un caballero que rápidamente atravesaba el bosque montado en fogoso corcel. Los persiguió largo rato por la selva hasta llegar a la puerta de un palacio de mármol; mas, aunque recorrió todo el edificio, no encontró la menor señal de la dama, caballo o caballero. Repetidas veces castigó a varios caballeros paganos por sus fechorías, y mientras andaba tras uno de ellos, cayó sobre él su inmensa desgracia.
Después de perseguir sin descanso al infiel por espacio de dos días, Orlando sintióse muy fatigado y le pareció en extremo pesada su férrea armadura. Inadvertidamente descubrió un ameno prado, en el que mil florecillas esmaltaban la verde hierba, los árboles daban fresca y reposada sombra y un riachuelo corría con alegre murmullo. Tendióse sobre la hierba para descansar, y al mirar a su alrededor, notó que algunos de los árboles tenían nombres grabados en la corteza; acercándose a ellos para leerlos, vio en todas partes las mismas palabras, muchas veces repetidas: “Angélica, Medoro”. Para Orlando, Angélica era el nombre más querido. Examinó las letras grabadas en la corteza, y le recordaron la letra de Angélica. Estaba seguro de que su Angélica había estado allí poco antes. Pero ¿quién era Medoro? Reflexionó si Medoro era un nombre que en su fantasía Angélica le había dado, y alejóse de allí abismado en inquietos pensamientos; pronto llegó a una fresca caverna abierta en una roca de la colina, y allí encontró una fuente cristalina rodeada de guirnaldas, tejidas por plantas trepadoras. Allí, en la roca, estaban también grabadas las mismas palabras: en aquel lugar, Medoro había escrito, además, versos árabes, en los que cantaba su amor a Angélica. Orlando conocía el árabe como su lengua materna, y al leer los versos se convenció de que había perdido su amor para siempre. ¡En vano había sido infiel a su rey y a su Dios!
Entregado al tormento de los celos y a la más profunda desesperación, Orlando quedóse allí hasta la noche; pero al ver los primeros rayos de la luna se encaminó a la vecina aldea en busca de algún descanso. Llamó a la cabaña de un pastor, pidiendo asilo por aquella noche, y, después de haber llevado su caballo al establo, se sentó con el pastor y su mujer; aquellas buenas gentes, viendo la tristeza de su huésped, trataron de consolarle, y al efecto le contaron que una hermosa señora había encontrado en la selva a un noble sarraceno herido y a punto de expirar; y que después de vendarle las heridas y traerle a la cabaña, le había asistido con maravillosa habilidad, hasta devolverle la salud. Le explicaron también que la bella dama se había enamorado de él, casándose luego; y que los dos amantes habían pasado sus días recorriendo juntos el soto, y como después de varios meses de completa felicidad se habían ido juntos, dejando al pastor, en prueba de gratitud, un brazalete de oro. El buen hombre sacó el brazalete que muy bien escondido tenía y lo enseñó a su huésped. ¡El brazalete era el mismo que él había dado a Angélica! Abatido por tremenda sorpresa, el infeliz caballero entróse en el dormitorio ofrecido por el pastor, y arrojándose sobre el lecho, trató de hallar en el llanto algún lenitivo a su dolor. Acostóse, mas sin poder conciliar el sueño; no hizo sino revolverse en el lecho lanzando sordos gemidos, y acordándose de que allí habían vivido Angélica y Medoro, huyó de la habitación y abandonó la casa.
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