La soberana, humillada, plantea la muerte del héroe


Brunequilda se sentía inquieta, porque habiéndole dado a entender Sigfrido que era vasallo del rey Gunther, no veía que pagara tributo, ni rindiera homenaje a su soberano; cosa que por otra parte no pudo comprender, pues cuantas veces inquirió sobre ello, no obtuvo respuesta alguna. Érale, además, intolerable a esta orgullosa mujer que le regatearan un homenaje que ella juzgaba debido, o que trataran de ocultarle algún secreto, y resolvió salir de dudas de un modo u otro. Para lograrlo indujo a su marido a que enviara mensajeros a Sigfrido y Crimilda, invitándolos a una gran solemnidad. La reina de los Países Bajos experimentó gran júbilo ante la idea de volver a ver a sus parientes, y el viejo Sigemundo declaró que quería ir con ellos; se pusieron, pues, en camino, y a su llegada a la corte de Gunther, fueron obsequiados con espléndidos banquetes y toda suerte de regocijos.

Pero un día, las dos reinas, mientras contemplaban a los bizarros caballeros que lucían su gallardía en los torneos, empezaron a discutir sobre la fuerza y vigor de sus respectivos maridos, y la conversación se agrió de tal modo, que terminó en querella, de consecuencias fatales. Brunequilda insultó a Crimilda, echándole en cara que no era más que la mujer de un vasallo, y la esposa de Sigfrido, irritada, le contó de qué modo este último se había llevado su cinturón y su anillo en aquella noche memorable, y en prueba de la verdad de su aserto, le mostró ambas prendas. Como es natural, el amor propio de Brunequilda quedó cruelmente herido, y en su corazón nació odio mortal contra Sigfrido, odio que no le permitió descansar un momento hasta haber tramado su muerte. Para que la ayudara a llevar a cabo su venganza, acudió a Hagen, el más leal y valiente de los servidores de Gunther, y el caballero prometió castigar a los autores de la tremenda injuria hecha a su reina.

Sin embargo, nadie era capaz de vencer a Sigfrido, a menos que fuera a traición; porque no sólo era el héroe más fuerte y bizarro, sino que se había hecho también invulnerable, bañándose en la sangre de un dragón, al que había dado muerte. No obstante, había un pequeño espacio en su cuerpo, sobre el que había caído una hoja de tilo al bañarse, y en el que podían herirle si alguien fuese sabedor de ello. Hagen llegó a saberlo, merced a una felonía: hízoselo revelar por Crimilda, a quien persuadió que era un fiel y verdadero amigo de su marido, como lo había sido en los lejanos tiempos de sus aventuras.

Conociendo tan vital secreto, Hagen no debía hacer otra cosa sino esperar una ocasión oportuna para aprovecharse de él, diabólica y traidoramente, en favor de Brunequilda. Convenció al rey de que debía organizar una gran partida de caza en la selva de Odenwald, donde abundaban los osos y jabalíes. Nadie igualaba a Sigfrido en el ejercicio de la caza, y así le decían los cazadores: “Señor caballero, si no detenéis vuestra mano, no va a quedar un animal con vida en todo el bosque.” Sigfrido se sonreía al oír tales palabras.