La voz de la pared y lo que dijo a dantés
Hacía ya tres días que no oía ruido alguno procedente del incógnito trabajador; pero esto fue una razón más para que Edmundo se apresurase en la tarea emprendida.
Trabajaba día y noche sin cesar. La cacerola, como es natural, fue cuidadosamente colocada en su lugar y el mango enderezado de tal manera que el carcelero no pudiese sospechar absolutamente nada.
No había Dantés horadado aún mucha distancia en la pared, cuando halló una gran viga de madera que presentaba su extremo al boquete practicado. Iba a ser necesario, pues, excavar por encima o por debajo de ella. Desalentado a la idea de trabajo semejante y lleno de congoja, murmuró en voz alta algunas palabras dirigidas a Dios, suplicándole que no le dejase morir en medio de su desesperación.
-¿Quién habla de Dios y de desesperación al mismo tiempo?-dijo una voz que parecía venir de debajo de tierra y, amortiguada por la distancia, resonaba hueca y sepulcral en los oídos del desgraciado Edmundo. El tenor que el joven experimentó le hizo caer de rodillas con los cabellos erizados.
-En nombre del cielo - exclamó Dantés - volved a hablar, aunque me horrorice el timbre de vuestra voz.
-¿Quién sois?- dijo la voz.
-Edmundo Dantés-replicó el infeliz sin titubear un momento. - Soy un marino francés.
-¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
-Desde el 28 de Febrero de 1815.
-¿De qué estáis acusado?
-De haber conspirado por la vuelta del emperador.
-¡Cómo por la vuelta del emperador! ¿No está ya en el trono?
-Abdicó en Fontainebleau, en 1814, y le desterraron a la isla de Elba. Pero ¿cuánto tiempo hace que estáis aquí, que desconocéis todos estos sucesos?
-Desde 1811.
Dantés se estremeció; aquel hombre había estado preso cuatro años más que él.
Esta extraña conversación continuó todavía mucho tiempo. Vio Edmundo que sólo tenía que quitar unas cuantas piedras más, para ponerse en contacto con la galería del otro preso, a pesar de que el agujero que él había abierto era mucho menor. Dicha galería, algo más baja, pasaba por debajo de la viga que acababa de causar la desesperación de Edmundo.
Por desgracia para el desconocido encarcelado, veía ahora que su heroico trabajo resultaba inútil. Con indecibles penas y durante años había ido abriendo un paso por entre el muro y horadado una galería de quince metros de longitud para encontrarse con que en lugar de conducirle, como esperaba, a la muralla exterior del castillo desde la cual se hubiera arrojado al mar, le llevaba al calabozo de otro preso.
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