La esposa y las hijas del Cid buscan asilo en Cárdena
Desiertos y abandonados quedan sus palacios. Hombres y mujeres salen a verlo y dicen: “¡Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor! ;Con cuánto gusto lo hospedaríamos!” Se le acerca una niñita de nueve años y le dice emocionada: “¡Oh Campeador, que en buen hora ceñiste espada! ¡Anoche llegó orden muy severa del rey; por nada en el mundo osaremos daros acogida porque perderíamos nuestros bienes y casa, amén de los ojos de la cara!”
Vanse entonces a acampar en el arenal, y un buen burgalés, Martín Antolínez, les procura pan y bebida de su peculio, exponiendo su vida. Como el Cid y los suyos necesitan dinero, le propone al buen burgalés que los ayude: “Construyamos dos arcas -le dice-, llenémoslas de arena y, después de forradas con cuero labrado y bien claveteadas, les haremos creer a los judíos Raquel y Vidas que están llenas de oro fino, para que nos den un préstamo sobre ellas”.
Antolínez visita a los judíos y les dice: “El Cid no puede llevarse consigo las riquezas, ya que seria descubierto; las dejará, pues, en vuestras manos si le prestáis una cantidad razonable”. Le prestan 300 marcos de plata y 300 de oro, y se guardan los cofres con la arena. Antes de partir de Burgos promete el Cid a la gloriosa Santa María, si le otorga su amparo, hacerle cantar un millar de misas.
Los monjes de Cárdena reciben al Cid, su mujer Jimena y sus hijas pequeñas Elvira y Sol; él se las encomienda, y decide que, mientras esté desterrado, su familia ha de quedar a vivir en el monasterio de San Pedro, cuyas campanas tañen a vuelo, y sus sones van diciendo por Castilla cómo se aleja de su tierra don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
Por seguirle, unos abandonan sus casas, otros sus heredades. Ese día pasaban el puente del Arlanzón ciento quince jinetes, preguntando por dónde anda el Cid, para reunírsele. Él les agradece:
“Yo ruego a Dios se al Padre spirital “vos, que por mí dexades “casas e heredades señantes que yo muera, salgún bien vos pueda far: “lo que perdedes sdoblado vos lo cobrar.”
Han transcurrido ya seis días. Como el rey Alfonso le coja dentro de su tierra después del plazo, no escapará por todo el oro del mundo. Al segundo canto de los gallos comienzan a ensillar. Doña Jimena se arroja sobre las gradas del altar: “¡Glorioso Señor, Padre que estás en los cielos, creador del cielo y de la tierra, que hiciste del agua vino y pan de la piedra y resucitaste a Lázaro por la fuerza de tu deseo, puesto que ahora nos separamos, nos concedas volver a juntarnos en esta vida!”
Pagina anterior: El poema
Pagina siguiente: El Cid toma Castejón y cobra riquísimo botín