El Cid toma Castejón y cobra riquísimo botín


Poco después se despiden y Alvar Fáñez le recomienda al abad Sancho: “A los demás les diréis que sigan el rastro y aprieten el paso”. Eran trescientas lanzas todas con pendones las que por la noche traspusieron la sierra. Cuando llegan a Castejón, plaza de moros, ordena el Cid: “¡Arremeted con osadía, no os haga el miedo perder la presa, que toda España va a hablar del caso!” Y el Campeador entró por la puerta franca con la espada desnuda: dio muerte a quince moros y ganó Castejón con todo su oro y toda su plata. Después, mediante un hábil ardid, tomó a Alcocer.

El rey moro de Valencia, queriendo recuperarla, envía contra él un ejército al mando de los emires Fáriz y Galve. Los moros alzan tiendas y forman campamento; sus avanzadas andan armadas hasta los dientes de día y de noche. Los castellanos se lamentan: “Ya nos han quitado el agua los moros, y puede faltarnos el pan”. En vista de ello, Minaya propone iniciar el ataque al día siguiente. “Salgamos todos, no quede nadie; si morimos, que nos entren al castillo, y si vencemos, nos habremos enriquecido”.

Tanto es el ruido de los tambores de los moros que se estremece la tierra. Pedro Bermúdez lleva la enseña, y espolea su corcel, contra las órdenes del Cid. “¡Voy a meter nuestra enseña en la fila mayor! ¡Veremos cómo saben protegerla los que están obligados!” Nadie lo detiene. Allí se vieron subir y bajar tantas lanzas, pasar y romper tanta adarga, tanta loriga quebrantarse y perder las mallas, tantos pendones blancos salir enrojecidos de sangre y tantos hermosos caballos sin jinete. Los moros invocan a Mahoma y los cristianos al apóstol Santiago.

Ruy Díaz lanza al emir Fáriz tres golpes; dos le fallan, pero el tercero le acierta y escurre la sangre por la loriga abajo. De sólo aquel golpe queda derrotado el ejército moro. ¡Nuestra es la victoria! Juntaron hasta quinientos caballos, no saben ya ni donde poner tanto oro y plata. Recogido el rico botín, el Cid llama a Minaya y le dice: “Oíd Minaya, quiero que vayáis a Castilla a dar cuenta de esta victoria, porque deseo obsequiar al rey Alfonso, que me desterró, con treinta caballos, todos con sus sillas y frenos y espadas al arzón”. El rey, al recibir aquel presente, digno de un emperador, pregunta:

-¡Minaya! ¿Quién me manda semejante regalo?

-El Cid Ruy Díaz, que en buena hora ciñó espada, para pediros que le hagáis merced.

-Muy pronto es para acoger a un desterrado que perdió la gracia de su señor, pero añadiré que a todos los hombres buenos y valientes que quieran ir a ayudar al Cid, les doy permiso.