Al grito de ¡Tierra! ¡Tierra! Un nuevo mundo acaba de ser descubierto
Pero Colón no ignoraba la manera de convencer a unos y hacerse respetar de otros. Apeló a los mejores sentimientos de los menos depravados; renovó sus promesas a los más ambiciosos y amenazó con castigos terribles a los más cobardes. Y, de esta suerte, fueron transcurriendo despacio aquellos tristes días, hasta que vio, por su particular y secreta derrota, que ya habían recorrido, no sólo las 700 leguas después de las cuales debían detenerse las embarcaciones, sino 908. Según sus cálculos, debían de hallarse entonces a la altura de las costas de Japón. A su entender, habíase remontado demasiado hacia el Norte, por lo cual decidió arrumbar más al Sur. De haber recorrido 240 leguas más, siguiendo el rumbo que llevaba, habría tropezado con la costa de la Florida, en el mismo continente americano; pero la alteración hecha en la ruta hízole poner la proa a las islas Bahamas, la más cercana de las cuales distaba ya solamente 168 leguas. El peligro que su vida corría aumentaba a cada momento, y no había forma de seguir manteniendo a raya por más tiempo a los sediciosos, cuando el 11 de octubre descubrióse un trozo de madera que flotaba en el agua, el cual tenía inequívocas señales de haber sido labrado; vieron también una rama de espino cubierta de bayas, y otra rama desgajada de un árbol, la cual conservaba aún, unido a ella, un nido de aves lleno de huevos, con la hembra echada sobre ellos.
Hasta estas mismas cosas las miraba su gente como engañosas seducciones de la magia; pero aquella misma noche, después de ocultarse el sol, se paseaba Colón por la cubierta de su nave cuando descubrió en el horizonte una luz. Llamó entonces a uno de sus camaradas que más confianza le inspiraban y le preguntó, en voz baja, si veía algo. Después dirigió a otro idéntica pregunta, y ambos afirmaron que distinguían una luz; la luz más ansiada y mejor recibida que jamás descubrieron ojos humanos. Parecía moverse y desaparecer de tiempo en tiempo; así que, o era una antorcha colocada en una canoa, balanceada por el mar, o algún luego que ardía en un hogar indígena, y que se descubría y ocultaba alternativamente, según se elevaban o deprimían las olas; era ya una señal inequívoca.
Con la llegada del día, disipáronse las dudas. A las dos de la mañana del día 12, un marinero de La Pinta, llamado Juan Rodríguez Bermejo, señaló la tierra, que fue saludada con un disparo de bombarda. A bordo de las naves resonó clamoroso el grito de “¡Tierra! ¡Tierra!” ¡El Nuevo Mundo acababa de ser descubierto! A unas seis millas surgía de las aguas del mar una bella isla, exuberante de vegetación y verdura, resplandeciente con la luz que el sol reflejaba en sus múltiples arroyuelos. Las tripulaciones de las tres naves entonaron un himno de acción de gracias a Dios. El hombre a quien, en horas recientes, habían querido asesinar por considerado loco, parecíales ahora un ser sobrenatural, inspirado por el cielo. Colón era demasiado feliz para pensar en otra cosa que no fuera perdonarlos y olvidar los agravios recibidos. Dispuso que las embarcaciones menores fuesen echadas al agua, tripuladas y armadas; vistióse su armadura, sobre la que se colocó un rico manto, y, acompañado de varios oficiales, portadores del pabellón real de España, en cuyo centro resplandecía la cruz del Salvador, se encaminó a la playa. Una vez en tierra, los tripulantes de la nao Santa María postráronse de hinojos a los pies de Cristóbal Colón e imploraron su perdón con humildad.
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