CARIDAD PRACTICADA EN SECRETO


Paseábase un día el célebre publicista francés, Montesquieu, por los muelles de Marsella, y deseando cruzar el puerto, saltó a un bote de los muchos que allí se hallaban atracados y que estaba tripulado por un muchacho. Preguntóle quién era el patrón del bote, y el muchacho le contestó:

-Yo soy, señor; en los das de trabajo me ocupo en mi oficio de aprendiz de joyero, y los domingos alquilo esta pequeña embarcación para ganar algunos francos.

- ¿Tan joven y tan avaro?-le dijo Montesquieu.- ¿Ignoras que Dios nos manda trabajar seis días y descansar el séptimo?

-Señor: mi padre, que era comerciante, fue hecho cautivo por los moros cerca de Esmirna y llevado a Tetuán, donde aun sigue esclavo, trabajando en los jardines del emperador de Marruecos. Nos piden cinco mil francos por su rescate y tanto mi madre como mis hermanos y yo, trabajamos sin descanso para reunir esa suma a fuerza de artos y privaciones. Hace tiempo me ofrecí para ir a ocupar el lugar de mi padre procurándole así su libertad, pero mi madre, al saberlo, se opuso, prefiriendo que todos trabajemos hasta reunir el precio del rescate.

- ¿Con qué nombre es conocido tu padre en su cautiverio? - preguntó Montesquieu.

-Con el mismo que tenía en Marsella: Roberto Laplace.

Montesquieu guardó silencio; y cuando saltaron en tierra se despidió del muchacho, poniendo en sus manos una bolsa que contenía algunas monedas. Éste fue a comunicar a su madre tan grata noticia y aquella familia continuó trabajando para llegar a reunir la deseada cantidad.

Algunos meses más tarde, hallándose un día todos reunidos a la mesa, ¡cuál no sería su sorpresa y alegría al ver aparecer ante ellos a Roberto Laplace! Ignoraba éste que no había sido su familia la autora de su rescate, y pensando entonces el muchacho en el caballero a quien refiriera la historia del cautiverio de su padre, se propuso no parar hasta dar con él. Lo halló al fin, y arrojándose a sus pies, se esforzó en hacerle ir consigo para recibir las bendiciones de toda aquella agradecida familia. Montesquieu trataba de convencer al muchacho de que estaba engañado y de que nunca lo había visto anteriormente; pero las manifestaciones de gratitud de aquél continuaron, logrando atraer a un círculo de curiosos transeúntes, entre los cuales pudo mezclarse Montesquieu, desapareciendo de la vista del muchacho. Nunca volvió a verlo, ni la familia pudo saber nada más acerca de él, hasta que, a la muerte del virtuoso hombre, sus herederos hallaron un asiento en sus libros por el que aparecía que, tiempo atrás, había enviado siete mil quinientos francos a un comerciante de Cádiz, no expresando el objeto de aquella remesa. Interrogado el comerciante por los herederos, contestó que había sido invertida, por orden de Montesquieu, en el rescate de Roberto Laplace, cautivo en Tetuán. El enigma quedó aclarado; y el mundo guarda el recuerdo de aquel sublime acto de virtud.