EL INTRÉPIDO CARDENAL DE MILÁN


Se declara a veces en el Oriente una terrible enfermedad a la que dan el nombre de "peste", y que es una fiebre tifoidea en extremo grave y rápida, acompañada de terribles dolores y sufrimientos que generalmente terminan en la muerte. Algunos la atribuyen a lo malsano y cenagoso que queda el suelo de Egipto, después que las aguas del Nilo han bajado de nivel, y que perdura allí y en Siria, hasta que el frío de invierno viene a contrarrestar sus efectos.

A veces esta enfermedad se ha presentado infecciosa en extremo y entonces ha sobrepasado sus límites acostumbrados, extendiéndose hasta Occidente. Unos doscientos años atrás, esta terrible epidemia se declaraba más a menudo, debido a que la vida de las gentes era muy sucia y malsana, pues vivían todos amontonados dentro de las murallas de la ciudad y sin poder, en tiempo de guerra, salir del recinto fortificado. A menudo la peste seguía a la guerra, arrastrando a los infelices ya debilitados por la necesidad.

La desolación en una ciudad atacada por la peste era como un espantoso sueño. Todas las casas infectadas eran marcadas con una cruz roja, no permitiéndose la entrada a nadie. Los cadáveres eran arrojados en unas grandes fosas, sin plegarias ni ritos funerales, e inmediatamente cubiertos de tierra. Familias enteras morían a la vez, sin recibir otro auxilio que el que se prestaban el uno al otro, y sin ayuda de fuera. Los que tenían una probabilidad de vivir, perecían por falta de alimentos.

En tan terribles casos era cuando verdaderamente se veía si los pastores del rebaño afligido con la peste, eran verdaderos pastores o mercenarios. Así lo entendió el cardenal Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, que acostumbraba a predicar en el hermoso edificio que, como vemos en el grabado, se levanta sobre la gran ciudad, cuando en el año 1576, estando en Lodi, supo que la plaga se había extendido por su ciudad. Cosa extraordinaria; en aquella misma ciudad había cundido tal perversidad en los últimos años, que el Arzobispo había amonestado solemnemente al pueblo que, a menos de que se arrepintieran, atraerían sobre sí las iras del Cielo. Sus consejeros eclesiásticos, le recomendaron se retirase a algún lugar sano de la región, hasta que la peste hubiera desaparecido de Milán, pero él respondió:

-El deber de un pastor es dar su vida por sus ovejas y yo no puedo, en razón, abandonarlos en este tiempo de peligros.

Como él opinaron también los consejeros, que el estar al lado de los afligidos y asistirles era conducirse noblemente.

-¿No es el deber de un obispo el escoger la conducta más noble?-dijo este noble varón.

Así, pues, se volvió a la ciudad apestada, guiando al pueblo al arrepentimiento, velando con ellos en sus dolores, visitando los hospitales, y alentando a su clero con su ejemplo, a llevar los consuelos espirituales a les moribundos. Durante todo el tiempo que duró la peste, que fue cuatro meses, trabajó intrépida e infatigablemente, y lo más notable fue que de todos sus familiares sólo murieron dos, y aun éstos fueron personas que no habían sido llamadas a visitar enfermos.

Algunos ricos de la ciudad, que se habían refugiado en una hermosa quinta, donde pasaban el tiempo entregados a festines y diversiones, fueron atacados por la peste, muriendo todos; sus orgías y banquetes habían sido, sin duda, tan mala preparación para la peste, como la pobreza lo fue para los necesitados del pueblo, mientras que la vida severa y regular del cardenal y sus familiares, así como su aireado y espacioso palacio, les preservaron, sin duda, de la enfermedad; pero según las ideas de aquellos tiempos, no podía ser sino debido a un milagro la seguridad de la vida de quien diariamente predicaba en la catedral, se acercaba a la cama de los atacados para darles alimento y medicinas, y administrábales los últimos Sacramentos de la Religión, y después de su muerte arrostraba el peligro del contagio antes que permitir fuesen los cuerpos a la sepultura común, sin la bendición. Aun más, tan lejos estaba de buscar la salvación de su vida que, estando arrodillado un día ante el altar mayor de la magnífica catedral, solemnemente ofrecióse en sacrificio, como Moisés, en aras del bien de su pueblo; pero, lo mismo que Moisés, Carlos Borromeo salió indemne de la peste, así como sus veintiocho sacerdotes.

Por ello, una de las mayores glorias que nos recuerda la blanca catedral de mármol de Milán, es la memoria de San Carlos Borromeo, que practicó la misericordia con su pueblo y que arriesgó su vida en el cumplimiento de su deber de buen pastor de su rebaño.