EL REY DEL GABÁN EMPEÑADO


Regia fiesta se celebra en la iglesia de Santa María la Real de las Huelgas: en el presbiterio, al lado del Evangelio, se levanta el trono de Castilla y de León, y enfrente, al lado de la Epístola, hay varios sitiales de terciopelo rojo, para los regentes del reino, prelados de la corte y “ornes buenos” del concejo de la capital de Castilla; la nave mayor está ocupada por hileras de escaños, también de rojo terciopelo, destinados a la nobleza y a los procuradores de ciudades y villas; en el coro, detrás de la artística reja que cierra la monacal clausura, y alrededor del sepulcro que guarda los restos mortales del rey Alfonso VIII, el de las Navas, y su esposa doña Leonor, fundadores del monasterio insigne, yacen de rodillas las señoras cistercienses, vestidas de largo manto negro y rizada toca de fino lienzo blanco.

Era un día esplendente de agosto del año 1393.

A las diez de la mañana entró en el templo el rey don Enrique III, seguido de brillante corte; cruzó por la ancha nave con mesurado paso, y después de orar algunos momentos ante el altar mayor, sentóse en el trono.

El legado pontificio, los prelados, los nobles, los procuradores de ciudades y villas, permanecieron de pie delante de sitiales y escaños, hasta que el monarca pronunció con serena majestad esta palabra:

-Sentaos.

Celebróse a continuación solemne función religiosa, oficiando de pontifical el arzobispo de Toledo, don Pedro de Tenorio, y en el acto de la consagración, cuando el prelado elevaba en sus manos la hostia sacrosanta, levantóse el rey y dijo así con voz firme y sonora:

-En presencia de Jesús sacramentado, y ante el legado del Sumo Pontífice romano, Su Vicario en la tierra, y ante los procuradores de las ciudades de Castilla y de León, declaro solemnemente que tomo sobre mí el gobierno de los reinos que me legó mi amado padre, el rey don Juan I.

Y adelantándose hacia el altar mayor, tomó la corona real, que allí estaba depositada, y se ciñó con ella las sienes.

Asombráronse los circunstantes, que ignoraban hasta entonces los propósitos del monarca; se miraban unos a otros, y en el semblante de muchos veíase expresión de temor y zozobra; el arzobispo de Santiago y el maestre de Calatrava intentaron defender los actos de la regencia; el rey los mandó callar, y exclamó luego:

-¡Defenderéis vuestros actos en las Cortes de Burgos!

Y terminada la función religiosa, el monarca regresó a su real alcázar.

Aquel rey que dio tan alto ejemplo de entereza, y que pronto había de dar otras de severidad y energía, era un niño: subió al trono el 9 de octubre de 1390, a la edad de once años y cinco días.

Aún no había cumplido los catorce cuando ofreció a su pueblo la magnánima resolución que acabamos de narrar, coronándose él mismo ante el altar donde habían sido coronados sus antecesores; “y el pueblo (dice la historia) aplaudió aquella resolución, porque deseaba con ferviente anhelo un poder regular, que pusiese término a sus males y a las dilapidaciones de los regentes y magnates”.

Y el regio niño, que revelaba tan altas prendas de carácter y de corazón enérgico, lo puso en breve plazo.

Pocas semanas después (aunque algunos historiadores modernos opinan que pasaron algunos años), una tarde de verano regresó de una partida de caza, poco antes de anochecer, acompañado de su fiel alcalde de corte de Juan Alfonso de Toro y de su escudero Juan Cuchiller, y en llegando a su palacio pidió la comida, “porque era débil de cuerpo (escribe un cronista), y el ejercicio de la caza se le había recomendado para que le abriese el apetito”.

-No hay qué comer, señor -le contestó Cuchiller.

-¿Qué dices? -replicó el rey con enojo.

-La verdad, señor: no tiene el despensero una dobla que gastar, ni crédito para que le fíen, porque debe muchas a los abastecedores, y todo Burgos sabe que las rentas de la corona no ingresan en las arcas reales.

Entonces el rey, quitóse el gabán que llevaba puesto, dióselo a su escudero, y dijo:

-Empéñalo, y cenaremos.

Cuchiller empeñó el gabán en casa de un judío muy rico, que moraba (según la tradición), no lejos del real alcázar, en el barrio de la Judería; compró luego una pierna de carnero, entregósela al despensero para que con ella y la caza del día preparase la frugal cena del monarca y sus servidores.

-Señor -se atrevió a decir el despensero, mientras servía la mesa-, vos empeñáis el gabán para cenar, y cerca de aquí, en la posada del arzobispo de Toledo, celebran suntuoso banquete los antiguos regentes y otros magnates.

El rey disimuló su indignación; se puso un disfraz, y acompañado de sus dos leales servidores, Juan Alfonso de Toro y Juan Cuchiller, encaminóse a la posada del arzobispo, don Pedro de Tenorio: allí vio, en efecto, a los regentes y varios próceres, congregados alrededor de opípara mesa, y enumerando en locuaces arranques de embriaguez las pingües rentas que usurpaban al real Erario.

Retiróse el regio niño, fingiéndose enfermo de gravedad, y al día siguiente los cortesanos desleales acudieron al real palacio; pero el rey, que tenía preparados secretamente muchos hombres de armas, presentóse de improviso en el salón, empuñando la espada, y ordenó que se cerrasen las puertas.

-¿Cuántos reyes de Castilla habéis conocido? -preguntó al prelado.

-Cuatro, señor.

-¿Y vos, maestre de Calatrava?

-Tres, señor.

-¿Y vos, duque de Benavente?

-Dos, señor.

Sentóse el rey en el trono y mirando fieramente a los magnates, apostrofólos de este modo:

-¿Cómo, vosotros, que sois casi ancianos, solo habéis conocido tres o cuatro reyes de Castilla, y yo, que soy un niño de quince años, he conocido más de veinte?

Miráronse con terror los magnates, y el rey, levantándose y blandiendo la espada, gritó con energía:

-Vosotros sois los verdaderos reyes de Castilla, porque usurpáis las rentas y los derechos de la Corona, mientras yo, despojado de mi patrimonio, carezco de lo necesario.

Y a una señal convenida entraron en el salón muchos hombres de armas, con el verdugo Mateo Sánchez, quien preparó allí mismo el tajo y la cuchilla.

Los magnates entonces se arrodillaron, pidieron clemencia, prometieron restituir todo lo que habían usurpado, y el rey les hizo gracia de la vida, y los guardó en prisiones hasta que le devolvieron las rentas, heredades y fortalezas usurpadas a la Corona.

Este insigne monarca de tan grandes prendas murió en Toledo, a la temprana edad de veintisiete años, el 25 de diciembre de 1406. Su escudero, Juan Cuchiller, el que empeñó el gabán, está sepultado en artístico mausoleo en la capilla del Corpus Christi de la catedral de Burgos.

Pero si corta fue la vida del rey don Enrique III de Castilla y de León, inmortal será su memoria en los anales de España: al año siguiente de haberse declarado mayor de edad, es decir, en 1394, puso preso en el castillo real de Burgos al revoltoso conde de Benavente, uno de sus tutores, que se negaba a rendir cuentas.


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