El calvario de dos caudillos ilustres
Al recorrer la vida de Simón Bolívar, leemos en diferentes pasajes cómo este heroico general fue víctima de mil ingratitudes.
En cierta ocasión, quejábase amargamente a su paisano, el general Alama, del olvido y menosprecio con que le correspondían, diciéndole con ejemplar resignación: “Abandone usted mi defensa, y que se apoderen de mi propiedad el enemigo y el Juez. Moriré como nací, desnudo. Usted tiene dinero y me dará de comer”.
En una carta que escribió a don Leandro Palacio, lamenta el desacierto que reinaba entre sus compatriotas y cómo habían cambiado la gratitud que le debían en egoísmo insensato que él no había esperado jamás: “Ya usted sabrá que nuestra pobre Venezuela está en revueltas; pues, lo mismo sucede con el resto de la República. El Sur se ha separado, los jefes de Pasco han hecho asesinar al general Sucre, y todo, todo marcha a la disolución más completa. Por mi parte no sé qué hacer; mis amigos me quieren detener, lo que yo repugno, porque no veo objeto en esta retención. Así es que mi más grande ansia es la de irme de este país a Europa, porque estoy muy bien convencido de que nadie puede hacer el bien contra una oposición casi general. Nadie se entiende, nadie absolutamente”.
No pudiendo sobreponerse su alma a las sospechas de sus conciudadanos -dice uno de sus biógrafos en la obra de Aizpurua- lo vimos bajo un techo pajizo, en las inmediaciones de Cartagena, comenzando a luchar ya con la muerte, que habían plantado en su pecho la calumnia y la ingratitud.
Otra víctima de la ingratitud fue también Antonio José de Sucre, conocido como el gran mariscal de Ayacucho, compañero de Bolívar. Le hicieron sufrir mucho y de mil modos, hasta el punto de amotinarse contra él, hiriéndole y asesinándolo.
Una bala de los suyos le rompió el brazo derecho, y con este motivo, Sucre, al comunicarle el suceso a Bolívar y la idea de alejarse del país, le dice: “Llevo la señal de la ingratitud en un brazo roto”.
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