El padre Dámaso Antinio Larrañaga, sacerdote y patriota ejemplar


Este sacerdote uruguayo, nacido en Montevideo el año 1771, es uno de los curiosos ejemplos que ofrece la República Oriental del Uruguay, tan culta y tan original desde los primeros años de su fundación, en sus aficiones científicas y literarias.

El padre Larrañaga quiso ser sacerdote contra la voluntad de sus padres, que deseaban hacerlo médico, para lo cual lo habían enviado a cursar estudios a Buenos Aires y a Córdoba, cuya universidad era famosa; y siguiendo su vocación, ordenóse de sacerdote en Río de Janeiro, lo que no fue obstáculo para que más adelante interviniera ardientemente en la empresa de la reconquista de Buenos Aires, a las órdenes de Liniers; en combates contra los ingleses, en su patria; en las luchas emancipadoras de Artigas luego, y en los posteriores combates de la independencia después.

El padre Larrañaga tuvo una señalada intervención política en la Provincia Oriental y en la República luego, y puede juzgarse su criterio filosófico diciendo que su espíritu se identificaba con el credo democrático más puro, proclamando lealmente la igualdad civil y política, la libertad religiosa, la más amplia y fecunda tolerancia. Presentó a la Asamblea Legislativa, en los albores de la nacionalidad, un proyecto de ley de supresión de la pena de muerte, lo que era extraordinario para su época y para su país. Su afán siempre fue la cultura del mayor número; él creó la Sociedad Lancasteriana y la escuela gratuita que de ella dependía.

La acción del padre Larrañaga se ejerció en varias instituciones y en distintos sectores: en la Biblioteca Pública, en la escuela popular y gratuita, en la Inclusa, que él creó; en la política (en sus más nobles y levantadas aspiraciones) y en la ciencia nacional, que hizo progresar con sus profundos estudios en astronomía, geología e historia natural, que intensificó extraordinariamente con sus investigaciones y descubrimientos.

Era tal la pasión de Larrañaga por el estudio, que no obstante advertir que el uso del microscopio le perjudicaba los ojos, no detuvo sus investigaciones científicas, y ciego quedó al fin por esta causa, lo que no turbó su serenidad de noble filósofo; aun más, conservó siempre su curiosidad inagotable y su bondad sin límites hasta los setenta y siete años, en que murió con la tranquilidad del varón justo.