Don Joaquín Suarez, precursor en las luchas por la independencia oriental


Don Joaquín Suárez nació en el departamento de Canelones, a fines del siglo xviii, en un hogar de invariables tradiciones patriarcales, en que la honradez acrisolada era un bien propio, jamás olvidado en medio de aquella vida incierta del pasado colonial en los distritos rurales.

Cuando en 1811 la campaña se levantó contra las autoridades españolas, siguiendo a Artigas, uno de los primeros en plegarse al movimiento fue Suárez, quien acompañó al caudillo oriental en las batallas de San José y Las Piedras. Fue luego nombrado comandante militar de Canelones, en donde permaneció algún tiempo, y cesó en el cargo cuando se iniciaron las luchas entre sus compatriotas y los soldados a las órdenes del gobierno de Buenos Aires.

Durante la invasión portuguesa, Suárez no transigió con el enemigo; luchó contra él en todas formas, y se esforzó por dar a sus compatriotas recursos para oponerse al avance extranjero; cuando éste triunfó y Artigas hubo de expatriarse, Suárez rehusó toda participación en el nuevo estado de subordinación al invasor.

Mientras la lucha se planteó contra el común enemigo, y Lavalleja inició su cruzada para desalojarlo del suelo patrio, Suárez fue un auxiliar entusiasta de esa empresa, prestando su concurso personal y pecuniario a la obra patriótica, por lo cual adquirió una justa popularidad, que lo llevó al gobierno, y empezó su tarea por organizar la justicia; creó además la contabilidad del Estado y formó la Dirección de Escuelas. Durante su mandato se dictó la primera ley de libertad de imprenta, se aseguraron las inmunidades parlamentarias y, en una palabra, se echaron las bases de una organización democrática.

Disuelto el gobierno presidido por Suárez, volvió éste así tranquilamente a su hogar, siempre sereno en su absoluta despreocupación en todo lo que concierne al mando y la riqueza.

Al constituirse el país definitivamente, Suárez ingresó en la Legislatura, y luego fue ministro, primero de Gobierno y luego de Guerra; pero le faltaba ambición y le sobraban escrúpulos para triunfar, y resignó sus cargos para retirarse de nuevo a la vida privada, donde lo hallaron las graves disidencias intestinas de 1832.

Cuando las fuerzas de Rosas invadieron el país, al mando del general don Manuel Oribe, en 1842, ocupaba la presidencia don Joaquín Suárez, que carecía de recursos de todo género para defenderse, pues la Nación estaba desmoralizada, le faltaba dinero, no había ejército y el parque de armas estaba enteramente vacío. En estas condiciones, sin embargo, Suárez, secundado primeramente por don Santiago Vázquez, don Melchor Pacheco y Obes, y otros después, hizo prodigios; creó recursos, organizó el ejército y se preparó a defender el suelo patrio contra la invasión.

El sitio duró ocho años y ocho meses; se luchó con ahínco, con perseverancia inaudita: los soldados, semidesnudos y mal alimentados, combatieron sin cesar, soportando todas las penurias y todos los sacrificios, sin desalentarse un instante, siempre apercibidos a la defensa de la Patria.

El alma de esta resistencia fue sin duda Suárez: sacrificó en la defensa de Montevideo toda su fortuna, lo que, unido a su grandeza de alma ante el infortunio, le granjeó un enorme prestigio entre los sitiados; esto le dio fuerzas y autoridad para neutralizar todas las intrigas, mantener las energías, defenderse y resistir.

Cuando sobrevino la paz, don Joaquín Suárez estaba arruinado: todo lo había dado para defender a Montevideo; y como nunca quiso reclamar nada, contestaba con noble entereza a los que lo invitaban a formular sus reclamaciones: “Yo no llevo cuentas a mi madre.” Esta conducta excepcionalmente desinteresada ha hecho de Suárez el símbolo del patriotismo más puro, en que se unen y compenetran el valor sereno, la abnegación modesta, el desprendimiento sencillo y el alto espíritu de justicia.