Artigas fue el paladín del federalismo rioplatense
Por si el hecho de una mayor compensación en el trabajo no justificara que la juventud buscara en las tareas rurales sus naturales ocupaciones, había aun otra razón de más peso que impulsaba a esos trabajos, especialmente a las naturalezas altivas, tan frecuentes en la raza, y esa razón era que el campo ofrecía una independencia, impuesta fatalmente por las circunstancias, que no se hallaba en la ciudad, esclavizada por un cierto predominio de los aristocratismos lugareños, tanto más incómodos cuanto más injustificados eran.
En efecto, la soledad, más acentuada por la carencia casi absoluta de elementos delegados de la autoridad central para mantener el orden, le daba a la campaña un áspero y sano ambiente de libertad; había peligros reales, pero eso mismo obligaba a defenderse, a vigorizar el músculo, a desafiar las posibles agresiones, a luchar, a vencer, adquiriendo el dominio propio al lograrlo sobre los demás.
José Artigas siguió esta ruta, y en esas tareas varoniles se hizo insuperable, tuvo reputación que se extendió al contorno, adquirió prestigio; su fama de valiente corrió de boca en boca, y fue tan admirado y respetado por las gentes honradas como temido por los bandoleros.
Cuando el lazo del coloniaje se aflojó y se sintió flotar en el aire un vago aliento de rebelión, todas las miradas se volvieron a Artigas, jefe natural de aquellos elementos criollos que incubaban en la selva inextricable o en la pradera salvaje el germen de la independencia irreductible y bravía.
Sonó la hora del alzamiento, y vino el choque, primero en San José, con éxito favorable y halagador; luego en Las Piedras, la primera victoria patriota de resultados decisivos y el primer gran choque entre viejas rivalidades latentes, choque tanto más violento cuanto más había tardado en estallar. Y, sin embargo, el encuentro fragoroso no turbó un instante la serenidad del vencedor, y Artigas, identificado con su noble apostolado de gloria y de sacrificio, fue el vencedor hidalgo, el soldado caballeresco que presentaba armas a su valiente contrario vencido y rendía al valor los honores de la guerra. Así fue siempre: caballeroso, por tradiciones de raza, por temperamento y por convicción. Sobrio, severo, casi mezquino para sí mismo, lo quiso todo para su pueblo; sintió en su alma, con ritmo amigo, la libertad que proclamaba; amó y comprendió como pocos la democracia. Y fue ese culto sincero de la igualdad su mayor gloria; pues, con un amor indomable a la libertad y un hondo e intenso afecto a su suelo, labró un rastro profundo en su patria que, lejos de borrarse al paso de los años, va grabándose más intensamente en la memoria nacional, en el corazón de cada ciudadano, en el alma colectiva del pueblo que tanto amó.
Representante del orden, como delegado del poder central en la campaña, su alma se saturó de energías al paso de las libres brisas; usó su valor y su fuerza sólo para la defensa del derecho, para la protección del humilde, para la salvaguardia del perseguido injustamente. Cuando después comandó las milicias de su patria, fue siempre irreductible ante todo aquello que menoscabara la dignidad de su provincia o empañara el honor de sus fueros; y así cuando la actitud del gobierno de Buenos Aires provocó solapada lucha contra sus prestigios, que eran un obstáculo a las ambiciones desmedidas, no pudo aceptar la humillación de su suelo natal y prefirió partir, seguido de su pueblo, en caravana interminable, a preparar en territorios más favorables el núcleo de la resistencia para las reivindicaciones futuras. Fuera cual fuere su valor, su competencia guerrera, sus triunfos y sus lauros, Artigas fue, ante todo, un símbolo único, excepcional, en el desarrollo de la emancipación sudamericana, pues cuando los políticos más eminentes encaraban la separación del dominio de España como un cambio de dueño, y buscaban en Europa un monarca que los dirigiera, sin comprender ni saber en realidad lo que era una democracia, Artigas adivinaba su importancia y su eficiencia, y aceptaba todas sus luchas y todos los odios por defenderla.
Artigas, proclamando en estas regiones perdidas de la joven América, a principios del siglo pasado, las “Instrucciones del año xiii”, en las que se consagraba la libertad civil y religiosa, la igualdad en la libertad y en la seguridad individuales, y se alzaban barreras insalvables al despotismo militar, era un emblema más que un hombre, un jefe y un caudillo; era un vidente que penetraba con mirada profunda las nubes del porvenir; era un precursor genial de las democracias fecundas, que apenas empiezan hoy, acaso, a adoptar sus lineamientos verdaderos. Y por eso, por su visión clara y precisa, por su desinterés absoluto, por su sencillez insuperable, se ha convertido en un emblema, en un símbolo nacional; es el alma pura, de impecables contornos, de la patria eternamente grande, bella y querida.
Pagina anterior: PROCERES DE URUGUAY
Pagina siguiente: El padre Dámaso Antinio Larrañaga, sacerdote y patriota ejemplar