Un sabio que empieza a curiosear los átomos


Sir J. J. Thomson, famoso sabio de la universidad de Cambridge, estaba en 1897 haciendo experimentos con un tubo de vacío como el que sirvió al profesor Roentgen para descubrir los rayos X. No trataba de estudiar éstos, sino los rayos ordinarios visibles que brillan con débil luz a través del tubo de cristal durante las descargas eléctricas. Sus investigaciones sobre esta materia se habían prolongado por espacio de catorce años, sin lograr resultado apreciable alguno, y cuando al fin obtuvo algún éxito, no quería dar crédito a sus ojos. Creyó que estaba equivocado. Por medio de descargas eléctricas había logrado dividir en átomos el aire enrarecido del interior del tubo, y a su vez, de estos átomos había logrado desprender partículas mucho mas pequeñas. Como no es fácil imaginar la pequeñez de las partículas descubiertas por sir J. J. Thomson, ayudémonos un peco con una comparación. Supongamos que una gota de agua se dilatase hasta adquirir el tamaño que tiene la Tierra; entonces sería posible distinguir las moléculas que integran dicha gota. Las moléculas están formadas por átomos. Pues bien, supongamos ahora que pudiésemos amplificar un átomo hasta hacerle adquirir el tamaño de un amplio salón; en este caso, las partecillas descubiertas por sir J. J. Thomson parecerían diminutas partículas de polvo finísimo que flotasen de un lado para otro dentro de la habitación.

Como las dimensiones del átomo son tan pequeñas es conveniente recurrir a comparaciones para darse cuenta cabal de lo que verdaderamente significa. El físico Cari Stoermer ha hecho la siguiente comparación, de gran claridad:

“Si se quiere concebir la pequeñez del mundo atómico, basta imaginar qué cambios sobrevendrían si todos los objetos familiares se agrandaran en la misma relación, hasta que los átomos se hicieran tangibles.

“Consideremos primero un agrandamiento de 100 veces. Los hombres serían gigantes con una altura igual a la mitad de la torre Eiffel; y las avispas, bestias terribles, como toros.

“Supongamos ahora que este mundo sufra un nuevo agrandamiento de 100 veces. Los hombres se convertirían en montañas gigantescas de 15 a 20 kilómetros de alto; la avispa tendría varios centenares de metros; los cabellos tendrían un metro de espesor y los microbios serían de un centímetro. Aumentemos 100 veces más. Los cabellos adquieren un espesor de 100 metros, los microbios se hacen de 1 metro, pero los átomos son todavía minúsculos, pues no alcanzan al décimo de milímetro.

“Otra dilatación de 100 veces. El átomo de hidrógeno se vuelve por fin perceptible, pero al mismo tiempo el grueso de los cabellos humanos alcanza a 10 kilómetros, los microbios son monstruos de 100 metros de largo y una bola de billar ha adquirido el tamaño de la Tierra.”

Y sin embargo, el hombre ha sido capaz de medir el diámetro del átomo, de pesarlo, y no sólo eso: ha sido capaz de explorar su interior y ha descubierto allí todo un universo planetario, con un sol infinitamente más pequeño que el átomo. Y no sólo eso: ¡ha sido capaz de explorar el interior de ese sol central!

La física, que ha realizado todas estas hazañas en menos de 50 años, ha revelado que ese núcleo central es la sede de terribles energías y, lo que es más, ha encontrado, finalmente, la forma de desencadenarlas.