El jaguar y el puma, dos peligrosos carniceros americanos


El jaguar significa para América lo que para Asia y África el leopardo. Como éste, al cual, por otra parte, se parece, trepa a los árboles de la selva donde vive, y allí, oculto entre el follaje, espera el paso de sus víctimas, para caerles encima.

Aún más terrible en su aspecto y más feroz en sus costumbres que el leopardo, sanguinario y despiadado, ataca y mata al hombre sin objeto, por mero afán de destrucción. Así, el encuentro con un jaguar es siempre muy desagradable, y se requiere mucha sangre fría y coraje para afrontar su agilidad y su valentía.

Esparcido hasta no hace mucho tiempo por todo el continente americano, constituye hoy en América del Norte una rareza; en la del Sur, acosado también por la civilización, los últimos representantes de la especie han ido a refugiarse en los bosques tropicales, donde señalan su presencia con continuas depredaciones en los ganados o con la muerte ocasional de algún indígena desprevenido.

Para encontrarlo con relativa frecuencia, es preciso internarse en las selvas de Argentina, Brasil y Paraguay. En este país, puede decirse, sin temor de pecar de exageración, que son contados los naturales que nunca han visto un jaguar. En ocasiones, cada vez más raras, venidos del Norte aparecen todavía en la provincia argentina de Corrientes; y algunos pretenden haber visto jaguares descender el río Paraná en dirección al de la Plata, montados en los camalotes que la corriente desprende de la orilla y arrastra.

En aquellas regiones, los nativos reconocen fácilmente las huellas del jaguar; lo rastrean por los profundos arañazos con que desgarra la corteza de los árboles: y hay entre ellos individuos que sobresalen en la difícil tarea de cazarlos, atacándolos valientemente a cuchillo.

Impresiona oír el relato de una de estas cacerías tan primitivas. No ha mucho murió un correntino hazañoso que había matado en su vida una docena de ellos. Sin más armas que su facón largo y filoso, y su poncho, en la compañía de perros amaestrados, salía en busca del jaguar señalado. Éste, rastreado y encontrado, recula hasta poder proteger sus espaldas recostándose contra un árbol, y luego se apronta a la defensa y al ataque. Mantiene a raya a la jauría que en torno de él ladra furiosamente y quiere precipitarse a morderlo, haciendo rodar a los más audaces de los perros, despanzurrados por sus terribles garras. Frente a él, con el facón en la diestra y el poncho arrollado a guisa de escudo en su brazo izquierdo, atento al menor gesto del felino, el cazador espera el zarpazo indefectible con que aquél inicia siempre el ataque, para cortarle la mano de un tajo de facón, rápido y seco. Ofuscado por el dolor, el carnicero no titubea ya en dar el salto, siendo recibido por el cazador, diestro y forzudo, en la punta del cuchillo, que se hunde hasta el corazón. Por cierto que el viejo cazador de jaguares ostentaba con orgullo las cicatrices de las muchas heridas recibidas en sus cacerías.

El puma vive en gran número aún, en ambas Américas. La usual designación en el oeste de Norteamérica de “león de montaña” no conviene en la del Sur, donde el puma ocupa un área enorme, de configuración geográfica y climas sumamente diversos. Como el jaguar, ataca a los ganados: es muy capaz de matar un caballo o una vaca, siendo por esto muy aborrecido por los estancieros de esas comarcas. También se alimenta de avestruces y guanacos.

El puma es hasta cierto punto un poco cobarde; y aseguran que huye del hombre, defendiéndose solamente en último extremo. Esto no es siempre exacto. Un conocido explorador sueco regresaba a la hora del crepúsculo a su campamento, en la Patagonia. Habiéndose detenido un instante a reconocer el camino, sintió de pronto que le clavaban violentamente dos zarpas, en ambos hombros, y oyó al mismo tiempo el rugido salvaje y aterrorizante del puma junto a sus oídos. A pesar de sus heridas y del lógico temor, disparó certeramente su rifle en la cabeza del puma, matándolo.

El indio patagón sorprende por su habilidad en la caza del puma. Mientras sus perros lo acosan y rodean, él, jinete en su dócil caballo, maniobra hasta poder aplicarle con las boleadoras un golpe en la cabeza, para atontarlo, precipitándose luego, con rapidez increíble, para asestarle una puñalada en el corazón.