Cómo los animales adiestran a sus crías para la vida adulta


Las fieras hacen que sus crías se ejerciten mientras juegan, aprendiendo las mañas de que algún día habrán de valerse para luchar con la presa. Fijémonos en el retozo de dos gatitos juguetones; véase cómo se agazapan, cómo saltan uno sobre el otro, o se arrastran con cautela, esgrimiendo alegremente las uñas y los dientecitos. Pero, si tratamos de imaginar lo que serán dentro de unos pocos meses, cuando muerdan y arañen de veras, nos haremos cargo de que esos movimientos que ejecutaban jugando son los mismos que les servirán para apresar a algún ser viviente y buscarse la subsistencia. A los animales que no comen carne les enseñan, cuando jóvenes, a huir de los demás seres, para evitar todo peligro. Consideremos una yegua y su potro, mientras pacen en un campo. Apacible y serena, la yegua no experimenta deseo de juguetear; pero, de repente, puede vérsela que alza la cabeza y que se lanza al galope, dando brincos y coces, seguida de su pequeñuelo, al que llama con sus relinchos, y cuyos tumbos y botes lo asemejan a un objeto elástico. Lo que la mueve a obrar en esa forma es un instinto muy arraigado: los caballos, efectivamente, eran cazados en tiempos remotos por las fieras y por los salvajes. La vida del caballo dependía, en aquellas épocas, de la rapidez con que podía correr, escapando siempre que sobrevenía algún peligro. Y esto es lo que la madre le enseña a su hijuelo mientras ambos retozan a sus anchas por el prado.

Sabemos que la marcha de un tiro de caballos será más o menos rápida según lo sea la del caballo más lento que lo compone. La misma regla es aplicable a la rapidez con que se trasladan los animales salvajes cuando forman un rebaño o una manada. Los animales adultos podrán correr con la velocidad del viento, pero los pequeñuelos se quedan rezagados. Por consiguiente, es preciso que se valgan de algún otro medio para huir de sus enemigos, pues de lo contrarío la especie acabaría por extinguirse. Con este objeto aprenden los cervatillos un ardid muy ingenioso. En cuanto se acerca algún enemigo, el cervato echa a correr, tan de prisa como puede, hasta una distancia de sesenta o setenta metros, y allí se deja caer al suelo, permaneciendo tendido y con el cuello alargado. En cuanto la madre ha visto esconderse a su pequeñuelo, emprende veloz carrera en dirección diametralmente opuesta, simulando que anda coja, para que el enemigo se figure que le será fácil alcanzarla, y se lance en aquella dirección, alejándose del pequeño.

Pero no bien ha logrado alejarlo bastante de donde está el cervatillo, se pone rápidamente fuera del alcance de su perseguidor, para volver a reunirse con su cría después de pasado el peligro. También ciertas liebres acostumbran valerse de un medio parecido: al menor asomo de peligro, se tienden en el suelo, apegándose a él cuanto pueden, y su piel se confunde de tal modo con el terreno, que únicamente llegan a descubrirlas las personas experimentadas. Los conejillos aprenden igualmente a ocultarse en esta forma; y lo más gracioso es que los conejos domésticos también intentan hacerlo, aunque su color diste mucho de confundirse con el del terreno sobre el cual se hallan. A estas especies de animales les es fácil esconderse agachándose; pero no sucede lo mismo cuando se trata del canguro o de otros por el estilo.