CÓMO DISTRIBUYE EL LEÓN LAS HORAS DEL DÍA
Cuando hablamos del día, refiriéndonos a la vida del león, debemos entender las veinticuatro horas que lo constituyen y completan, porque precisamente en las horas nocturnas es en las que despliega su mayor actividad el rey de los animales. No acostumbra esta fiera construirse guarida, como hacen otras bestias. Prefiere los terrenos llanos en los que abundan las cañas altas y la elevada hierba, que lo ocultan con facilidad. En su defecto, busca las malezas tupidas y espinosas, donde puede dormir a pierna suelta mientras alumbra el sol, sin ser molestado por nadie. Jamás se muestra holgazán, a no ser que haya comido demasiado. A veces se despierta durante las horas de luz, y retoza con su compañera y sus hijos; pero si el tiempo está nublado y bochornoso, ruge de cuando en cuando, aunque nunca con la violencia con que lo hace de noche. Apenas se oculta el sol detrás del horizonte y queda la tierra envuelta en tinieblas, levántase el león y sale de su escondite. La estructura especial de sus pupilas le permite ver en la semioscuridad, cosa que ocurre a casi todos los mamíferos y a muchas aves silvestres. El león se siente rey de la noche porque a lo único que teme realmente es al hombre.
Cuando camina, ya marche al paso lento, ya al trote, pone la boca casi a ras de la tierra y ruge. El león es maestro en el arte de elevar o bajar el tono de su voz. No existe ninguna pauta musical que le marque los crescendo y los diminuendo; pero él sabe muy bien cuándo ha de hacerlo, sin necesidad de instrucciones preliminares. El primer rugido es relativamente bajo, el segundo más elevado, el tercero más alto todavía, y el cuarto hace temblar la misma tierra. El tono de los rugidos inmediatos va decreciendo gradualmente, hasta terminar, por último, casi en un suspiro. La costumbre que tiene este animal de colocar el hocico casi tocando al suelo, hace que las vibraciones que producen sus rugidos se propaguen a la distancia.
El rugido de un león provoca los de otros. Al oírlos, las personas que descansan en los campamentos estremécense de horror; los animales silvestres que vagan buscando alimento, corren despavoridos de un lado para otro, sin saber cómo sustraerse al peligro que los amenaza.
Probablemente, algún antílope enloquecido de terror se arrojará, inocente, en las mismas garras del felino, o pasará tan cerca de él, que éste no tendrá más que dar un salto para aplastarlo con sus vigorosas zarpas.
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