La jirafa, cuya altura es tres veces la de un hombre


Uno de los departamentos de los parques zoológicos que se visitan con más interés es el que ocupan las jirafas. Por buenas que sean las fotografías y exactas las descripciones que se hagan de las jirafas, es imposible que nos hagamos cargo de su aspecto estrambótico sin verlas con nuestros propios ojos. La jirafa no se parece a ningún otro animal. Aunque los elefantes sean más voluminosos, la altura del mayor de ellos no excede a la mitad de la de una jirafa de tamaño regular. Las más altas miden hasta seis metros desde la cabeza al suelo, o sea más de tres veces la talla de un hombre alto. Si bien su cuello sólo tiene siete huesos o vértebras, es de una longitud descomunal y remata en una cabeza pequeña que lleva cuernos de poca importancia. Se yergue sobre sus patas, de las cuales las delanteras son sumamente altas, razón por la cual el lomo presenta una pendiente desde la base del cuello hasta la cola que termina en un mechón de pelos.

El color de la jirafa es blanco leonado, con numerosas manchas pardas o de un rojo oscuro. Según las razas, de las cuales la más hermosa es la del Somal. Cualquiera, al ver una jirafa en el jardín zoológico, se figura que este color abigarrado ha de hacer que en el campo se vea a este animal muy de lejos, pero no es así; metida la jirafa entre los árboles para buscar su alimento, su pelaje se confunde con el follaje hasta el punto de resultar completamente invisible. Parece que su manjar preferido son las hojas y brotes de la acacia y de otras plantas espinosas. Para procurarse este alimento le es indispensable tener un cuello prolongado, pues a la acacia no le crecen ramas bajas. Pero en la acacia hay espinas, y éstas la dañarían si se le metiesen en las narices o en la boca. La jirafa, por tanto, está provista de un músculo especial que le permite cerrar las ventanas de la nariz, con lo cual no sólo evita que le entren espinas, sino también Las arenas levantadas por el viento en los desiertos de África, por los que suele andar errante. El labio superior de la jirafa es muy largo y sensible, y,. a la vez, sumamente duro, de manera que las espinas no pueden atravesarlo. Valiéndose de este labio, el animal atrae hacia sí las ramas llenas de espinas; luego saca su larga lengua y arranca cuidadosamente las hojas y los brotes que le gustan. La lengua es también un instrumento maravilloso: a pesar de ser larga y dura, su extremidad es muy flexible, y el animal puede darle una forma sumamente puntiaguda.

Siempre que en un animal se desenvuelven en alto grado ciertas aptitudes, es de temer que lo hagan a expensas de las demás facultades; de manera que si su conformación se adapta a la necesidad de hallar el sustento en las copas de los árboles, en cambio se acomodará con gran dificultad a pastar la hierba. Por eso, cuando la jirafa se ve obligada a hacerlo, por falta de su alimento habitual, ha de abrir las patas delanteras de una manera excesiva, a fin de alcanzar con la cabeza al suelo; al efecto, el animal tiene la piel del pecho muy floja, para poder extenderla todo lo necesario. Pero no recurre nunca a este medio de alimentación sino obligada por la necesidad, aunque le es forzoso adoptar esa postura cuantas veces quiere beber.

La jirafa puede rechazar la acometida de un león, si no la coge de improviso, pues con las patas traseras suelta coces tremendas, y tan rápidas, que no es posible seguir el movimiento con la vista. Por naturaleza, la jirafa suele ser tímida, como el ciervo, y huye siempre que le es posible, antes que pelear, a menos que la acometa uno de sus congéneres. Ofrecen, al andar, un aspecto hasta cierto punto airoso, con su larguísimo cuello que se balancea a modo de mástil; pero cuando corren resultan desgarbadas. En los parques zoológicos, cuando se las ve algunas veces dar caprichosas vueltas siguiendo el circuito de su cercado, causan risa sus raras contorsiones.

Sin embargo, en libertad, el galope de la jirafa realiza cumplidamente su fin, pues cuando emprende su veloz carrera, ni un caballo la podría alcanzar, y hasta le resulta fácil huir de las fieras. Aunque hay quien pretende haber oído a las jirafas balar y mugir, tanto los naturalistas como los viajeros que las han cazado aseguran que estos animales son completamente mudos. Aunque son muy pacíficos y tímidos, a veces se los ve pelearse. Los combates se producen siempre que algún individuo joven desafía al jefe del rebaño, pretendiendo suplantarlo; en tal caso, se ponen a dar brincos, repartiéndose coces y golpes con el cuello.

No hace muchos años, se creía que la jirafa, por ser tan distinta de los demás animales, formaba por sí sola un grupo o familia, sin estar relacionada con ninguna otra especie; únicamente sus dientes, y uno o dos rasgos más, suministraban indicios de afinidad con otros grupos de la escala zoológica. La ciencia, no obstante, ha logrado rectificar aquel concepto erróneo, merced a la luz que arrojó un nuevo descubrimiento. Súpose por los indígenas del Congo Belga que existía en el interior de África un animal que se parecía a la cebra y al ciervo, al propio tiempo que a la jirafa. Como ningún hombre blanco lo había visto todavía, se supuso que acaso se tratara de algún ser imaginario; pero los indígenas aseguraron que era cierto lo que decían, y que conocían a ese animal con el nombre de okapi.

Mostraron entonces algunas pieles de los okapis que habían cazado para comérselos, y se vio que aquéllas eran distintas de las de cualquier animal de los conocidos hasta la fecha. En vista de esto, el ilustre explorador inglés Sir Harry Johnston, naturalista muy entendido en cuanto se refiere a la fauna de África, se puso en camino para ver si descubría alguno de esos animales. No pudo conseguirlo, pero obtuvo la piel de uno de ellos. Sabía, sin embargo, en dónde había que buscarlos, pues no se alimentan más que de un tipo de hierba, y esta hierba sólo crece en regiones determinadas. Pero el okapi es más asustadizo que cualquier otro animal; no anda en grupos de dos o tres, como lo hacen casi todos; el macho y la hembra casi nunca se reúnen, pues pastan, de ordinario, separados uno de otro, y viven solitarios. La madre esconde a su cría, y luego, sigilosamente, viene a darle el alimento. El okapi tiene un oído y olfato tan finos, que en cuanto alguien se acerca, huye presuroso y se esconde en lo más espeso del bosque.