¿Cómo aprendemos a calcular las distancias?


La experiencia es, principalmente, la que nos enseña a calcular las distancias con bastante aproximación. Por ejemplo, una caja cuadrada, tal como nosotros la vemos, está formada por líneas que forman entre sí varios ángulos. Esto es cierto cuando la miramos, y, para pintarla, nos limitamos a copiar la dirección de estas líneas. Si no supiésemos que aquello es la apariencia que nos presenta una caja cuadrada, no podríamos decir cuál era su verdadera forma. Un niñito sin experiencia jamás podría adivinarlo.

Un chicuelo que empieza a fijar su atención en las cosas, no puede calcular las distancias, ni en una figura, ni en el mundo real, porque no ha aprendido aún que las líneas que siguen determinadas direcciones significan esta o aquella forma de los objetos que miramos. Los que han permanecido ciegos toda su vida se quedan perplejos si recuperan la vista. Hace ya mucho tiempo, los que se dedican al estudio de nuestra inteligencia indicaron que, pasada la primera niñez, no volvemos a tener una percepción real y pura de los objetos que miran nuestros ojos, porque nos hallamos siempre influidos por la memoria y la experiencia, de suerte que éstas ponen algo de su parte en todo lo que vemos. Siempre que en la vida real, o en una figura, contemplamos una distancia, la memoria y la experiencia han contribuido a esta visión, de la manera citada.